La distancia entre un juego y un desastre es la que separa un puño de una cara. Con un solo golpe basta. Llego a tambalearme pero me incorporo y arremeto contra el pecho del Novio, un empujón que quiere decir no entendiste nada no entendiste nada. La Novia se acomoda la ropa y sale del auto, avergonzada pero también enfurecida, y comienza a separarnos y a pegarle al Novio. Le grita cosas que yo no entiendo: estoy aturdido por la trompada y me debato entre la galantería de dejar que resuelvan su problema ellos y una educación Karate Kid que me pide desde un lugar irracional algo así como defender mi honor.
¿Mi honor?
Son las seis de la mañana y yo estaba a punto de cogerme a la Novia de un amigo en su auto, en su cumpleaños, y muy probablemente sin tantas ganas como hubiera creído al principio de la fiesta. Estoy ebrio y tan perdido como si no lo estuviera y esto no fuera una noche de descontrol sino un mapa de mi biografía afectiva.
Tengo que controlar mi descontrol.
Me apoyo en el techo del auto, en el hueco de la puerta abierta. Estoy mareado y se me ocurre coronar la noche con un sutil vómito en el asiento del auto.
-Ni se te ocurra, vení.
Mi amiga me toma de los hombros y la cabeza y me hace sentar en la vereda, lejos de la pareja que discute los términos de una traición consumada.
-Ahora sí la cagué.
-No te preocupes. La chica está con vos.
-Pero a mí ya no me gusta.
-Pero sí te gusta que esté con vos.
Sonrío. Mi amiga me abraza. Le hablo de Eugenia pero ella no quiere escuchar. Vino con otro, Manu. ¿Por qué no podés entender?
Manu.
Mi nombre a las seis de la mañana suena extraño. ¿Por qué no puedo entender?
El novio sube a la Novia a su auto y arranca. Yo miro a mi amiga y le pregunto si está enojada porque el flaco se está yendo, porque todo terminó mal, con ella y yo sentados en una vereda. Entonces le digo que vayamos a mi auto.
En el camino me dice que va a volver.
-El Novio va a volver.
-¿Te dijo algo?
-No. Pero va a volver.
A esta hora dudo de cualquier cosa menos de lo que diga mi amiga. Digo en voz alta algo que no termino de pensar: la noche no estuvo tan mal, casi la pongo dos veces. Ella también ejercita su matemática: se chapó a dos. Cuando estamos riendo sale de la fiesta la chica de la tela roja, sola. Mira a los costados, cuando ve que en mi auto hay dos personas frunce el ceño, quiere enfocar. Cuando me distingue en el asiento del conductor viene hacia mí, me pide que baje la ventanilla. Qué quilombo que armaste, me dice, y me da una servilleta de papel escrita con birome. “Otro día”, dice, y hay un número de teléfono. Vuelve a entrar a la fiesta, y yo miro a mi amiga.
-Si esto cuenta, te gané.
Las luces del auto del Novio interrumpen el chiste.
-Se ve que la Novia vive cerca.
El novio baja la ventanilla y llama a mi amiga. Vamos a casa, le dice. Yo miro para otro lado, pero al mismo tiempo sé que tengo que poner el auto en marcha, esperar unos cinco segundos y arrancar. Darle tiempo a mi amiga para que tenga la cortesía de sonreir, con sus labios rojos rojos, y decirme que vayamos a su casa.
Otro día, le dice.
Cuando llegamos a su casa le pregunto cómo hizo para mantener el rojo rojo de sus labios. No me responde, acaso porque la respuesta es tan obvia como que no pienso manejar hasta mi casa. Ella lo sabe, y me abre la puerta, casi como una madre me dice pasá, dale, pasá.
Tengo en el bolsillo el disco de Aristimuño que nunca le devolví a la chica que ponía música en la fiesta. Una canción de Aristimuño me tocó el hombro y se quedó conmigo toda la noche. Pase lo que pase se va a quedar conmigo. Eso me conforta, en el fondo de una aventura decadente y al mismo tiempo vital. No había ido a buscar amor.
Nos acostamos en la cama de mi amiga.
-¿En serio no te jodió ver que Eugenia fue con ese chico?
-Si hay celos no hay onda, ya me costó un corazón aprenderlo.
-Bueno pero tampoco es la boludez.
La palabra justa en los labios rojos rojos. Hago un gesto para abrazarla debajo de las sábanas.
-Dejá de hinchar las pelotas.
-Bueno.
-Dormite.