Llamé al teléfono de Alice Munro y esperé diez segundos. Corté cuando me di cuenta de que no había preparado la entrevista: en la ansiedad de hablar con ella y preguntarle sobre uno de sus cuentos –Ortigas- no pensé en cómo seguiría el diálogo. ¿Le explicaría a Alice que no dejo de enamorarme de mujeres que se parecen a la protagonista de Ortigas? ¿Tendría algo para decirme Alice después de que yo le dijera la increíble lista de nombres con M que han estado detrás de cada una de mis aventuras existenciales y cada una de las partes de mi corazón que se han roto hasta que aprendí que un corazón no se rompe, se endurece, se curte, se desangra, pero no se rompe?
María no lo sabe: me enamoré de ella por las tres primeras letras de su nombre, los tres primeros lunares de su cuello, las tres primeras rayas de su remera y las tres veces que me miró a los ojos. Me enamoré de ella por el resultado de una matemática simplísima: Marina, Mariel, Mara. Y por la suma de sus lunares a la vista. No me gusta su perfume, aunque no puedo evitar oler todo lo que la rodea.
Marcos me invita a comer una pizza F5. Una pizza para actualizar datos. Me dice que conoce el bar con la moza más linda de la ciudad. La última vez que me había dicho eso habíamos ido a un bar al frente de una plaza. La moza era francamente bellísima y Marcos me dijo en voz alta, mientras ella nos acercaba las cartas con los menúes, ¿No te dije que era la moza más linda de la ciudad? Yo había creído que el gesto de Marcos había sido torpe, ingenuo. Pero Cecilia y Marcos se fueron a vivir juntos ocho meses después. Según Marcos, el sexo con Cecilia era increíble, y por eso dejamos de vernos por un tiempo, hasta que la moza más linda de la ciudad tuvo que dejar el bar porque su embarazo la obligaba a hacer reposo. Un año más tarde se separaron, Cecilia se volvió a su pueblo, con la hija de ambos, y Marcos quiere actualizar datos e intentar algo con una de mis amigas.
-¿Tiene novio?
-¿Importa?
-Claro que sí.
-Bueno, no tiene novio, pero si te importa estás en el horno.
La moza de la pizzería es muy linda, me recuerda a una compañera de la primaria y ni a Marcos ni a mí nos preocupa la elegancia. Nuestra cena es una versión infantil de un mal cuento argentino, aunque me sirve para darme cuenta de que Marcos ya es un padre de familia. Algo en su cara parece haberse resignado y al mismo tiempo adoptado un resplandor especial. Algo en su cara me inhibe a hablar de María, por ejemplo. Me parece un asunto trivial, una banalidad de soltero. ¿De qué hablarle, entonces? ¿De hijos? A la edad de Marcos mi padre tenía 5 hijos y el mayor de ellos le reclamaba que construyera la felicidad de una familia. A mi edad, una orden judicial le quitaba el 60 por ciento de su sueldo y lo depositaba en la cuenta de mi madre, que tenía la edad que Marcos tiene ahora.
-María va a casarse.
-¿Importa?
-No. Pero va a casarse. Sólo me enamoro de mujeres imposibles.
Marcos me cuenta que Cecilia dejó de gustarle cuando se mudó a vivir con él, cuando pasó a ser la expresión máxima de una posibilidad. Nuestra charla recorre algunos lugares comunes de la masculinidad y se detiene en Marie, la secretaria de la embajada de Canadá. Marcos me dice que la cita a ciegas es un intento de seguir siendo adolescente. A mi edad mi padre era una pésima cita a ciegas: cinco hijos, el mayor le reclamaba que construyera no ya su propia felicidad sino la de toda una familia. Una de las veces que la moza pasa cerca de nuestra mesa le pregunto su nombre.
-¿Por?
-Creo que te conozco.
-Mariana.
Marcos me dice que pare, que ordene mi vida. Habla como un padre de familia. Hacia el final del vaso de cerveza negra entiendo que Marie no va a gustarme a pesar de que hable francés, que Marie va a ser una versión posible de María, como María es una versión imposible de otras mujeres con M. Entiendo también que he pasado 29 años reclamándole a mi padre la construcción de mi felicidad. Es una noche extraña. Mariana la moza hizo primer grado conmigo y 23 años después trae la cuenta y deja una tarjeta con su teléfono. Juntémonos un día. Marcos opina que las mujeres que no están casadas a los 29 están muy solas, que hay que aprovechar eso.
Miro a Marcos, padre de familia. Me pasé la mitad de mi vida tratando de culpar a mi padre y la otra mitad tratando de disculparlo. Frente a Marcos entiendo que nada de eso importa ahora. Que no se trata de culparlo, disculparlo, y ni siquiera de tratar de explicarlo. Hace unos meses enfermó y me sentí mal al imaginar su muerte: ¿qué cambiaría? Nada. Acaso sería terriblemente doloroso, pero no cambiaría el mundo. Pienso que ya no dependo de él, que hace años no dependo de él, y también es cierto que salvo el 60 por ciento de su sueldo nunca dependí de él y nunca dejé de reclamarle que genere esa dependencia. La levedad que le imprime esa certeza a mi cuerpo me da ganas de bailar y le pregunto a Mariana a qué hora sale. Marcos me pregunta si me voy a quedar. Es una pregunta sin sentido.
Esta mañana me desperté y llamé al consultorio de mi padre.
-Con el doctor Rodríguez, por favor.
-¿Cuál de ellos?
-Marcelo. Marcelo Rodríguez.