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Flores de todos los colores

In Cosas que pasan, Flores, Relatos on abril 16, 2008 at 1:16 pm

Relato en serie. #10 de 10. Capítulo final.
Toda la serie,
AQUÍ.

No me va bien con las rubias: la proximidad del ideal me provoca el vértigo de los que, a punto de saber por fin qué hay del otro lado de una cortina, la cierran. Romina en el principio de la aventura tenía el pelo castaño y acaso por eso me comporté con seguridad. La primera vez que la vi, acompañaba a su madre. Eran dos versiones de una misma imperfección atractiva, algo en sendas maneras de sus bocas convertía el resto del ambiente –un bar en el que yo entrevistaba a una escritora– en algo cotidiano, acostumbrado. Si había una posibilidad de sorpresa, esa posibilidad habitaba las bocas imperfectas de Romina y de su madre. Era una entrevista abierta, un tipo de evento para juntar muy poco dinero, al que me había acostumbrado y que de alguna manera mantenía para beneficio de mi narcisismo. Al terminar la velada fui a saludarlas y una amiga me dijo su nombre. Lo olvidé al instante, pero tres horas después volvíamos a encontrarnos.
En pocos días Romina volvió a su color habitual de cabello: yo ya había pasado más tiempo con la cabeza entre sus piernas que entre cualquier otro elemento. Días salvajemente irresponsables, días de faltar al trabajo, días de usar las piernas de Romina como auriculares. La música de esos días aún reverbera en algunas zonas de mi casa que quedaron marcadas por lo que arrastra un vendaval.
Sorprendido por mi renovada capacidad de olvidar a Mónica, aturdido por la música de las piernas de Romina, mudé a un barrio inhabitado los muebles incómodos del hogar utópico que empezábamos a construir con una materia frágil y al mismo tiempo de apariencia imperecedera: su matrimonio norteamericano, su casa en Nueva York, su pelo rubio.

Nada en el cuerpo de Anita tiene el sabor ni la música de las piernas de Romina. Sin embargo sus imágenes se me confunden. Anita está dormida en mi cama y yo acaricio su espalda sin decir nombres: estoy seguro de que diría el incorrecto. Estudio la sombra que proyecta su cuerpo al interponerse entre el velador y la ventana que da al monte, un camino de curvas que se deforma en las copas de los árboles y retoma su definición sobre la pared. Mientras comenzábamos a besarnos noté en su boca la mueca inconfundible de la decepción: acaso mis labios no eran lo que Anita había imaginado, o el sabor de mi boca, o mi perfume. Pensé de manera insistente en cuál podría ser la razón: un leve pero al mismo tiempo feroz descenso en el ímpetu de su boca me dijo algo que no podía ser dicho pero que tenía que ser sentenciado. Algo que Anita sabía y que no quería evitar, porque estábamos jugando en el tablero de lo inevitable.
No era entonces una decepción, sino la pena que supone confirmar el temor de lo común. De todas formas, fatalmente, abrió sus piernas a lo que tenía que pasar. No fue enérgico, no fue desesperado. Sin la convicción de los amantes demoramos en construir cada uno para sí una ficción de bienestar, socorridos por una carne irracional, y mal educados en la superstición de la plenitud.

No pude hacer nada de lo que mi agenda me imponía: pasé un parte de enfermo que prolongué abusivamente, y me dediqué a estar con Romina, a caminar por el pueblo de su mano, a coger hasta descubrir lo ilimitado de un físico incapaz de jugar un partido completo de fútbol. Una tarde le dije que debería cortar el césped: estaba lloviendo con mucha frecuencia y el pasto podría, en cualquier momento, superar la altura de mi perro. Pero a pesar de que Romina había promovido en mi mascota, a fuerza de un cariño para mí incomprensible, mejoras notables en su comportamiento, se negó a dejarme bajar a buscar la bordeadora. Me invitó, en cambio, a continuar ese viaje con destino incierto, porque cuando viajamos hacia el desastre convertimos el desastre en incógnita. Yo simplemente no quería negarme: sabía que se iría, y acaso esa certeza suspendía mis habituales temores, mi avaricia de gestos. La terrible precariedad que le imponía a nuestro vínculo la fecha de su pasaje de vuelta nos permitió asumir identidades construidas acaso sobre la exageración.

La espalda de Anita Olmos se mueve, dibuja una curva rápida, un gesto que sin anunciar el hecho irremediable tampoco lo oculta. Anita Olmos estaba a punto de irse y sólo evitó el silencio por una tradición de pueblo, una formación en la cordialidad que a mí me resulta tan incómoda como saludar a la familia de un muerto. ¿Qué buscaba, en el fondo de su juego de roles, Anita la hija de Olmos, Anita la de la cicatriz que besé y mordí? Antes de que abriera la boca, su silencio me parecía exquisito, genuino.

–Nunca te pregunté si te gustaban las flores que te traía.
–Algunas más que otras. Aunque escribí sobre todas.
–¿Qué escribiste?
–Un cuento en el que te llamás Anita. Si querés te lo leo.
–No. Mejor no.

Había partes de la ciudad que a Romina le resultaban nuevas: se había mudado a Estados Unidos antes de que el barrio de los estudiantes sumara los museos y la fuente de aguas danzantes. Recorrimos esas novedades con un entusiasmo inédito: no éramos turistas pero evidentemente tampoco éramos vecinos. Cualquier territorio ausente de rótulos claros nos servía de preludio y excusa para la irracionalidad. Frente a una vitrina del Museo de Ciencias Naturales en la que se explicaba la historia del mundo, me adelanté para verla caminar a solas: pasó por cada período geológico con la misma velocidad con la que –y yo a esto lo sabría mucho después, frente a la espalda de Anita Olmos– cambió mi propia historia. Vi a Mónica transformarse en petróleo, en el sedimento apenas traumático de una evolución.

Durante el medio año siguiente, Anita me visitó nueve veces. Siempre con ramos de flores medicinales y algún pan recién horneado. Se acostó conmigo, me desnudó sin la urgencia de los gestos exagerados, y con la alegre convicción de estar curándome de algo. A veces su piel traía el aroma de la harina, otras veces el perfume de oferta en el autoservicio del pueblo. Aprendí a olerla para predecir los efectos que tendría su cuerpo sobre el mío, y a reconocer en los colores de su ropa los mensajes sobre su estado de ánimo y mi futuro. Su padre pasó un mes sin venir, y cuando el pasto comenzó a estar desprolijo simplemente arrasó con él. Hasta ahora ha respetado un pacto implícito que me compromete a dejarle el dinero en la panadería, con Anita. No hablamos más allá de lo necesario.

La visita número 13 fue la última y fue impredecible: minutos antes de que yo saliera hacia el aeropuerto, Anita llegó, sin flores, vestida de azul. No quiso detenerme, aunque en su rostro había un leve gesto de incredulidad.
-¿Qué hacés si allá tampoco te atiende el teléfono?
-No te preocupes.

Cerré la puerta de la casa con llave y se la dejé. Le pedí que el Jonatan no rompiera los adornos, pero el pedido fue absurdo. Me agradeció con un beso dulce, con sabor a una infusión de hierbas.
Ya en el aeropuerto marqué, por primera vez desde hacía seis meses, el número de Romina. Me pregunté si su voz habría cambiado, o su color de pelo, o si en su versión de la historia del mundo los hielos habrían vuelto a cubrir el continente de lo imperdonable.

Un avión despegaba mientras del teléfono salía un ritmo desfasado con mi pulso, un tono pausado que no podía armonizar con la ansiedad de mi sangre. Dos ritmos desencontrados, como si la llamada, y Anita, y Romina, y lo que yo era en ese aeropuerto, estuviéramos en tiempos diferentes. 

Flores anaranjadas

In Flores, Relatos on abril 1, 2008 at 9:22 pm

(Relato en serie. #9 de 10)

Esperé el sábado con la agitación de un cumpleaños. Olmos no pasó a cortar el césped: esa era su última palabra y era una palabra no dicha. Decepcionado en sus planes, dejaría crecer la vegetación del lugar para que la hierba me cubra y me esconda, me devuelva a la zona oscura de la que había venido.

¿Vendría, sin embargo, Anita?

La ansiedad me puso a limpiar, a pasar un trapo por los muebles, a preparar algo de música. Elegí discos para ese tiempo confuso que sucede a los accidentes aéreos, a cuando un avión choca contra otro. Música de desastres, canciones en llamas para Anita la de la cicatriz, la música del caos para la chica de las calamidades hermosas.
Una vez que la casa estuvo impecable y el olor al sahumerio terminó de tapar el aroma aséptico del limpiapisos, me senté a leer un libro de Alice Munro que un compañero del diario me había prestado. Elegí un cuento de nombre llamativo y al mismo tiempo inaceptable: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Recostado en el sillón, pretendí no esperar visitas, aunque toda mi casa decía lo contrario.

En mi cabeza el argumento del cuento transcurría entre marcas de piel: podía darme cuenta de que estaba descubriendo el inicio de un fanatismo, de que ya no dejaría de buscar libros de Alice en cada librería del mundo, pero para mí los personajes eran todos una variación de la cicatriz de Anita, como si el libro estuviera respondiéndome una pregunta sobre la belleza vaga de la hija de Olmos.

Pensé entonces que en Nueva York podría conseguir libros en inglés de Alice Munro: calculé caminar por alguna calle de librerías de la mano de Romina y señalarle al vendedor, con la precisión de un cazador, Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage. Tendría que pedirle a Romina que repita el nombre para el vendedor, en atención a mi pésimo inglés. Ella me miraría con el cariño que se dispensa a los que dependen de uno, a pesar de todas nuestras palabras sobre la dependencia, la libertad, el amor desapegado, el presente absoluto. Y ese instante de dependencia ¿me acercaría aun más a ella, o me alejaría sin remedio? Cuando un avión choca contra otro, ¿sus piezas confundidas en el fuego están más cerca unas de otras, o arden en la definición de su última distancia?

Anita no tocó la puerta: el picaporte dibujó la trayectoria de una decisión y vi primero la luz del sol de la tarde ingresar a la casa impecable y después la sombra alargada, solemne, de Anita y una planta. Me di vuelta y la vi bajo el marco de la puerta, con el monte de paisaje de fondo y una planta en sus manos. Era una planta de flores naranjas y frutos como bolitas. Ella misma estaba vestida con una remera naranja, y una pollera azul.

-Te traje mi favorita. Pasionaria. La tenés que plantar y crece por las paredes.

Me prometo decodificar las palabras de Anita después de entender por qué no llamó a la puerta, por qué pasó directamente, y cómo supo que la puerta estaría abierta.

En el pueblo casi todos aún dejan las puertas abiertas, pero ella ya sabe que mis costumbres de ciudad me imponen casi siempre la precaución de la llave. Todos los sábados anteriores ha escuchado el ruido de la cerradura y me ha dedicado una sonrisa comprensiva. Pero esta vez avanzó, con una seguridad para mí desconocida.

-¿Qué estás leyendo?
-Una escritora canadiense.

Le muestro el lomo del libro y lee el título: todas esas palabras en la boca frutal de Anita suenan de un modo dulce, y reprimo el impulso de besarla. Hago un gesto hacia la cocina, un gesto que para nosotros ya tiene un significado propio y supone que iré a poner la pava al fuego para luego tomar mate. Pero Anita me detiene.

-Preferiría no tomar nada, por ahora.

Con la cara aniñada señala una botella de vino y con las cejas dibuja las curvas de una palabra que leo como “después”.

-¿Qué pasó con vos? Un día te veo llorando y al otro día me besás. Y ahora pasás sin tocar la puerta.
-La dejaste abierta.
-Pero vos no sabías.

Sonríe. Levanta los hombros y su remera deja ver la zona de su cintura atravesada por la cicatriz. Demoro la mirada lo suficiente como para que ella tome la precaución de alargar el instante: con el dedo índice de su mano derecha mantiene la remera a la altura de su ombligo para que al dejar caer sus hombros ese paréntesis de piel y sombra siga, para mí, cifrando el misterio agotador de lo que va a pasar.

Le pregunto por el Jonatan: la meningitis está bajo control, el nene ya está en su casa. Olmos y su mujer lo están cuidando. Anita me cuenta que por un momento pensó que estaba en el ensayo de una catástrofe. Que jamás había rezado tanto. Y que nunca había tomado tanto té de pasionaria.

Las hojas y los tallos de la planta que me regaló se usan como sedante, en infusiones de sabor dulce. No hay nada mejor contra el insomnio. Tiene que ser la pasionaria de frutos anaranjados, porque la de frutos azules oscuros es venenosa.

Entre un color y otro, la distancia define un destino, pienso, pero me guardo la frase para escribirla más tarde. No se la digo. Acaso la use para escribirle a Romina.

-El poema, Anita. El poema no era para vos.
-¿Un ataque de sinceridad? ¿Creés que te va a salvar un ataque de sinceridad?

Mi primer impulso es preguntarme a mí mismo de qué me salvaría, pero la respuesta es tan obvia que tiene incluso un perfume más intenso que el de la pasionaria y el color de un destino inevitable. ¿Un ataque de sinceridad me salvaría de mí mismo?

-Soy un Simulcop, Anita.
-¿En serio creés en la sinceridad?

A la lista de supersticiones develadas, las tetas de Anita le agregan otro sustantivo abstracto. ¿Qué sería realmente ser sincero a medio metro de su cuerpo?

-No sé si creo o no creo. No se trata de eso. Se trata de que el poema estaba armado con frases que primero le escribí a Romina. Te mentí.
-Yo no puedo decirte nada que no le haya dicho a otro hombre.
-No es lo mismo.
-No me importa.
-Si no te ponés la remera esto va a ser un desastre.
-Dejá de pensar. Alguna vez dejá de pensar.

La distancia entre los colores de su ropa, las mentiras y las verdades que caen con su ropa: todo el paisaje dibuja el nombre de una mujer definitiva que no es ella y no es nadie, o es la sombra de Romina.

Como un jabón de mano armado con restos de jabones al borde la extinción, como un leviatán de lo que amé y destruí, un monstruo mitológico de treinta cabezas se levanta de la ropa azul y naranja de Anita y me pone frente al espejo terrible, irremediable, de lo que no puede ser perdonado.

Entonces lo primero que toco es la cicatriz.

Flores turquesas

In Flores, Relatos on marzo 29, 2008 at 3:20 pm

Aturdido, mareado, envuelto en una nube de mapas viales, camino en busca de la habitación donde tienen internado al Jonatan. Meningitis: yo mismo tuve esa enfermedad dos veces, en mi infancia, y recuerdo el estado de sopor, el dolor de cabeza constante, y que me llevaron historietas de Mortadelo y Filemón. Yo le llevo al Jonatan unos muñecos de los Power Rangers, muñecos baratos de manufactura torpe que conseguí a poco más de diez pesos a media cuadra del hospital. La juguetería estaba claramente pensada para niños enfermos, y en lugar del color y el estruendo de otros comercios del rubro, ésta estaba condenada a la palidez de los consuelos.

Anita es la primera que me ve llegar y se acerca. Me quiere preguntar qué hago acá, y quizá me lo haya preguntado, pero yo sólo escucho un balbuceo incomprensible.
-No sé qué me dio tu papá para fumar pero es increíble.
-¿Cardo santo?
-Creo que sí.
-Gracias por venir. Sentate.

Es la primera vez que Anita me tutea y me gustaría tener la lucidez para saber qué significa eso, hacia dónde va ese paso definitivo que acaba de dar Anita sobre mi nube de mapa viales. Aturdido, mareado, saco una conclusión apresurada y corajuda, con el patoterismo de los que quieren anticiparse a todo.

-Voy a extrañar tus flores. Pero es lo mejor que podés hacer.
-Yo no voy a dejar de llevarte flores.

Mi cabeza es una juguetería triste y pálida y lo primero que concluyo es que Anita ahora me tutea y que no sé por qué querría seguir visitándome si ha quedado claro para todos que me voy a Nueva York en unas semanas. Pero me acuerdo del Jonatan, y de su regalo.

-Le traje esto a tu nene.
-Gracias. Se va a poner contento.
-Después le compro unos de verdad.
-Con estos está bien.

En realidad la frase de Anita fue más larga e incluyó mi nombre. No suele decirlo, no cuando habla conmigo. Pero lo dice y en el pasillo del hospital resuena como la sirena de un barco. Anita se mete en la habitación de su hijo y me quedo sentado en un banco frente a su madre, pero estoy tan aturdido que cierro los ojos y no comienzo ninguna conversación. Cierro los ojos y me duermo, y sueño con un accidente aéreo. En la nube de mapas viales en que se ha convertido mi cabeza un avión choca contra otro, el fuego se apodera de las cosas, me salvo milagrosamente y Romina se salva conmigo y salva también al Jonatan. En el sueño hay una oficina de registro civil a la salida del aeropuerto en llamas, y podemos cambiarle el nombre ridículo al niño, y lo bautizamos Felipe.

Me despierta Anita, y me ofrece un vaso de agua y una pastilla de color turquesa.

-Prefiero que me traigas flores.
-Cuando volvamos al pueblo.
-Yo no te quería hacer mal.
-Yo sí. Pero ahora no.

La pastilla surte efecto rápidamente: era una de esas que se toman para evitar los efectos de la resaca. En media hora estoy lo suficientemente lúcido como para saber que tengo que informar a mis amigos de las propiedades del cardo santo y también tengo que salir de ese hospital, volver al pueblo, acostarme a dormir.

Anita cree que quería hacerme mal: su plan de hacer que yo me enamorara de ella no podía terminar sino en tragedia. En eso nos parecemos, y creo que esa fue la razón de que comenzara a tutearme, a tratarme como a uno de su especie. O por lo menos dejó caer la escenografía de formalidades de pueblo en la que sus padres habían montado su teatro de la inocencia. Liberada del libreto que los Olmos le habían impuesto, Anita comenzaba a tutearme y a mostrarse de otra manera.

Camino hacia ella y le digo que me voy. Decide acompañarme al auto y en el estacionamiento me dice gracias por venir. Me toca la cara, el costado de la cara, el cuello, la nuca, y me da un beso en la boca. Me muerde los labios, saca su lengua y busca algo, yo la tomo de la cintura y la acerco contra mi cuerpo. Un beso preciso, contundente, como una flor turquesa inútil y desprovista de significados, un pétalo en el preámbulo de una tormenta.

Mientras manejo a casa me pongo los auriculares del celular y llamo a Romina. El teléfono suena mientras abandono los últimos barrios de la ciudad. Atiende un hombre. Primero me sorprende que no sea el contestador telefónico al que me había acostumbrado, y después me sorprende aun más que me atienda un hombre. Habla en inglés, y conjeturo que será el marido de Romina, aunque también estoy seguro de que Romina no dejaría jamás que su marido atienda su teléfono. De todas formas no quiero poner ese conocimiento a prueba y corto. Excuse me, wrong number. Entre los campos de soja que rodean la ciudad se me ocurren muchas frases mejores que esas para mandar a la mierda al marido de Romina y preguntarle quién se cree que es y cómo se le ocurre atender el teléfono de su esposa. Weren`t you an open couple?

En mi labio inferior descubro una lastimadura. Me acuerdo de Anita, trato de procesar esa información pero en el estacionamiento de mi memoria inmediata un avión choca contra otro y Romina viene a rescatarme. Me enojo con ella, porque no tengo forma de pedirle perdón. Me duele el labio. Y entonces lo entiendo, como si la ruta estuviera bloqueada por manifestantes que se dispersan de golpe y puedo avanzar, como si los campos de soja escondieran una verdad revelada, tan sencilla como un beso.

Romina no me deja pedirle perdón porque no hace falta, porque no es eso lo que tengo que hacer. Porque pedir perdón no cambia nada.

El perdón y la fidelidad son supersticiones condenadas a la palidez de los consuelos.

Una gota mínima de sangre en mi labio inferior, un mapa vial que se rompe en una ruta, una única ruta. Esto es lo que hay, y lo que hay es imperdonable. Lo que hay soy yo en el resultado de una desilusión, un muñeco barato y descolorido, una nada y una verdad inconsolable.

Flores ocre

In Flores, Relatos on marzo 28, 2008 at 12:46 pm

(#8 de 10)

Como los pájaros fieles, Olmos vuelve a mi casa, sin sus herramientas. Quiere hablar conmigo, dice, saber qué pasó.
Comienza él, mientras preparo el mate. En un momento el tono de su voz y el silbido de la pava contrastan como instrumentos enemigos. No dejo que hierva, controlo el calor. Olmos me cuenta que el Jonatan tiene meningitis. Lo llevaron a la ciudad, lo internaron en el hospital de niños. Parece que ya está un poco mejor.
La pava silba cada vez más fuerte hasta que levanto la tapa y evalúo la intensidad de las burbujas: que no hierva, que no hierva.
Olmos entonces comienza a hablar de su hija: Anita volvió llorando a su casa el sábado, no quiso comentar qué había sucedido.

-¿Usted sabe algo?
-Le dije que me había acostado con otra mujer.
-¿Y para qué se lo dijo?

La misma pregunta de Anita, ahora en boca de su padre. Tengo la preocupación propia de quien debe dar explicaciones pero pienso en Romina, en las cosas que aprendí a su lado. Honestidad brutal. Como cuando me dijo que estaba casada. Me hacía masajes en la espalda y me dijo que estaba casada.

-Mire Olmos. Yo no puedo ser la pareja de su hija. Usted y su señora han estado intentando que eso suceda pero eso no va a suceder.

Olmos agarra el mate, lo acerca a su boca y chupa. Ese gesto es una sentencia que no logro descifrar. Una catarata de palabras quiere atravesar mi garganta, decirle a Olmos que quisiera que eso no afecte nuestra amistad, ni mucho menos nuestro trato de 150 pesos a cambio de un pasto cortado como el pelo en la cabeza de un soldado. Pero el silencio de Olmos me impone un respeto desconocido.

Anita ya había sufrido cuando el carpintero se negó a reconocer la paternidad del Jonatan. Había sufrido cuando el Jonatan finalmente nació y ella no había terminado el secundario. Se había vuelto a enamorar, pero siempre de hombres que huían ante la perspectiva de un hijo bastardo, rengo, de nombre ridículo.

Olmos creía que yo era otra clase de hombre.

Pienso que Olmos no me puede decir algo así, que no tiene derecho a destrozarme de esa manera, pero no le digo nada, quizá en la sospecha de que yo no sea otra clase de hombre sino uno más. Como el carpintero, yo había permitido un juego cuyas consecuencias después desconocería. No me había acostado con Anita, ni siquiera la había besado, pero había dejado florecer en ella la ilusión de un futuro exótico y un techo seguro para su hijo.

-¿Cómo anda el diario?

Olmos me condena de una manera original: se pone él del lado de los hombres comunes, del resto de los hombres del pueblo, para meterme en una conversación que me define en lo ordinario de un trabajo monótono y perverso. Un coqueteo con la fama de la ciudad que terminaría inevitablemente en la asimilación a la lógica milenaria de los hombres comunes, mediocres, que hablan de cómo anda la empresa en la que dejan la mitad de sus vidas.

-El diario. Ahí anda. Se está convirtiendo lentamente en un canal de televisión.

Mi comentario ridículo, resentido, dibuja una curva que evita la zona de interés de Olmos, que ahora quiere terminar rápido los mates que la etiqueta del pueblo impone como cortesía. Apuesto mentalmente a que va a decir algo como la vida es dura, o qué le vamos a hacer. Pero no dice nada de eso. Quiero sorprenderlo pero me sorprendo yo mismo.

-Voy a renunciar.
-¿Y de qué va a vivir, amigo?
-No sé. Pero voy a renunciar. Tal vez me vaya a Nueva York.

Termino de decirlo y sé que es eso lo que voy a hacer, aun cuando recién se me haya ocurrido. Pienso en Romina, en la urgencia de verla, en cómo haré para que vuelva a hablarme, para decirle que voy hacia ella.

Olmos me dice que la temporada de lluvia ya pasó hace rato, que tal vez no sea necesario que él venga el sábado a cortar el pasto. Mucho menos si mi plan es abandonar el pueblo.

Su manera de renunciar a una amistad que él construyó con la fe de un futuro para su hija es acorde a cómo se desmoronó esa fe, a cómo yo le puse un punto final. Olmos se va de mi casa pero no sale en dirección a la suya sino hacia la ruta. Va a pedirle al panadero que tome a su hija como empleada, y camina como un condenado a muerte. Antes, me deja un último presente: un atado de plantas envuelto en un diario. El diario tiene justamente una nota firmada por mí, una entrevista al último ganador del premio provincial de literatura. La planta es de hojas espinosas, raras, de un color ceniciento, atravesadas por nervaduras que parecen leche derramada. El tallo es espinoso, también, y las flores, de pocos pétalos, tienen un tono ocre. La planta tiene además unos frutos ovalados.

-Se llama cardo santo. Mi mujer lo usa para el asma. Pero las hojas se fuman, son alucinógenas. Pensé que a usted le gustaría probarlas.

Agradezco y lo veo irse. Puro exceso en sus gestos, un regalo extraño, un andar trágico.

Durante la semana le comunico a mi jefe mi decisión de renunciar y le digo que comienza mi mes de preaviso. Es una formalidad innecesaria pero tampoco quiero dejar tan pronto el diario. Laura me llama para decirme que le aprobaron la tesis, que se recibió de Licenciada en Ciencias de la Educación. Quiere festejar y tiene un champán en su heladera. Además quiere pagarme. Cuando recibo el dinero no sé si me está pagando por acostarme con ella, por corregirle la tesis, o para hacerme más difícil la huida de su departamento y del barrio de los estudiantes, pero me siento tan decidido a irme que le cuento toda la historia de Romina, de Anita, de los poemas clonados, de mi viaje a Nueva York, de que Romina no me habla.

Me pregunta por qué, por qué me acosté con ella. Laura tiene el impulso de insultarme pero lo reprime y parece insultarse a sí misma, en silencio. Llora y me pide que me vaya. Que no aparezca jamás. Me empieza a empujar hacia la puerta, pero tengo que oponerme a ese movimiento para buscar el dinero. Después salgo, subo al auto, y voy al hospital infantil. Antes de bajar saco el cigarro que armé con el regalo de Olmos y lo prendo. El humo es denso, intenso, y el olor a mierda inunda el auto.

Flores celestes

In Flores, Relatos on marzo 24, 2008 at 2:31 pm

(#7 de 10)

Entre los motivos por los que invité a Anita a que visitáramos a los únicos amigos que tengo en el pueblo el más identificable es la culpa. Pero no tanto por haberle hecho creer que mi poema fue pensado para su pelo y su manera de sonreír, ni por haberle mentido a Olmos que el bulto ruidoso en mi cama no era una estudiante de Ciencias de la Educación sino mi hermana, algo que por cierto Anita no ha mencionado aún, como si su padre, ante la sospecha, hubiera preferido por primera vez el silencio. No. El recorrido de mi culpa roza a Anita, quizá, pero atraviesa el corazón de Romina allí donde esté, porque sé que por más que Anita y Romina jamás podrían comparar poemas y comprobar que soy un mimeógrafo, Romina ya lo sabe, lo presiente.

No sería la primera vez que Romina sepa algo sin tener mayor evidencia que un sexto sentido, una lectura del viento que le trae primero el aroma vago de una intuición y luego el perfume potente de una certeza: tres noches después de nuestra primera noche no di motivos para no dormir juntos por cuarta vez, o dije que debía leer una novela con la urgencia de los comentaristas y cené con Mónica: yo sentía el poder de haber descubierto entre otras piernas que Mónica, en lugar de ocupar ese pedestal ideal en el que mi deseo y el deseo de los demás la habían colocado, era una mujer aburrida en la cama. Sentía el poder de haber descifrado la clave para que Mónica dejara de ser un agujero negro en mi galaxia, y la había invitado a cenar para experimentar una indiferencia erótica inédita y para pedir una coca cola regular y dejar de acompañarla en su utopía light.

Mónica aceptó, extrañada de que yo hubiese desaparecido por tres días: ni una llamada, ni un mensaje de celular, ni un correo electrónico.

Cuando se acercó la moza pedí las gaseosas, miré a Mónica con un gesto infantil y le dije por enésima vez que había logrado olvidarla.

El problema con Mónica era que esa determinación la atraía. Aun cuando podía conjeturar que era un nuevo intento fallido de mi parte. Sin proponérmelo pero con la alegre convicción de haberlo logrado, volví a ubicarme en el histérico terreno del deseo de Mónica, que acostumbraba invitarme a su casa sólo cuando sentía la sensación de que podría perderme, y sólo si esa sensación no coincidía con uno de los días en que ella visitaba al hombre casado que prometía dejarlo todo para llevarla a Europa. Nos besamos con la impaciencia de las reconciliaciones pero me detuve cuando recordé que todo mi cuerpo olía a otra mujer. Abandoné el restaurant con una excusa tonta y llamé a Romina, le pedí que suspendiera sus actividades y me acompañara a casa. Me dijo que no, que ya había hecho planes con sus amigas. Al otro día me miró y me dijo que había soñado que yo volvía con Mónica.

Ahora la culpa de haberla usado como molde para seducir a otra persona –incluso cuando esa otra persona era Anita, la hija de Olmos, la mamá de Jonatan–, me ponía en movimiento, me sacaba de mi casa.

La llevé a la cabaña de los únicos amigos que tengo en el pueblo, amigos que conocí en la ciudad, claro. Una pareja de fotógrafos. Tenían otras visitas, y la tarde del sábado fue incómoda. Una de las visitas era un artista plástico de ego insoportable, lentes oscuros y pose constante de caricatura de un dandy. Como si no pudiese soportar que los demás no supiéramos que él era artista, se las arregló para llevar la conversación hacia una zona confusa en la que parecía inevitable hacer referencia a su “obra”, una búsqueda permanente de algo que a los críticos del mismo diario en el que trabajo les gusta definir como ausencia. Mis amigos y el artista tomaban ron, demasiado ron, y comparaban escuelas y hablaban del estado de las cosas. Anita sonreía. Estábamos bajo un jacarandá florecido durante la última tarde del verano. La brisa movía las ramas y una lluvia de flores celestes era la escenografía de un error.

Yo quería alejarla de mi casa y de toda la zona de la culpa. Alejarla incluso del poema torpe que le había leído y luego regalado y que ella había doblado cuidadosamente para guardarlo en el bolsillo de una pollera larga, de lino, que era además una apología de sus piernas. Anita estaba contenta y mantenía silencio, yo la veía sonreír cuando los demás sonreían, y mantener un gesto que para ella tendría que haber significado algo así como que estaba entendiendo de qué demonios hablaba el artista. Me conmovió cuando, en medio de un monólogo insoportable de Manuel sobre su última muestra, Anita se llevó la mano hacia el bolsillo de la pollera y tocó la hoja del poema, cuyas formas se dejaban ver en la tenue transparencia del lino. Anita hizo entonces un gesto de sonrisa que pareció más genuino, sin destinatario.

Yo trataba de descifrar mis emociones, la culpa que me había llevado a esa reunión de borrachos. Mientras observaba el rostro dulce de Anita y su pose automáticamente seductora, pensé que mi error era crear una ficción en la que Anita y Romina podían sentirse especiales y descubrirse de repente como partes de un grupo más o menos homogéneo de mujeres que uso para escribir. Que Anita tocaba su poema en el bolsillo de su pierna y podría sentir que ese pequeño espacio de universo había sido creado exclusivamente para ella cuando en realidad era parte del juego ególatra de un periodista de ciudad. Que Romina podría no creer en la exclusividad de los cuerpos y pedirme incluso que le cuente mis aventuras sexuales de periodista de ciudad, pero no tomarse con esa alegría afectiva la noticia de que aquel espacio mínimo que habíamos construido con palabras de apariencia original tampoco era exclusivo. Que ella no era la única a quien yo podría coronar soberana de mis sábanas, mi muy soñada en el verano, primera y única razón potente para subirme a un avión.

Era un juego perverso que alimentaba mi ambición de ganar un premio de novela y condenaba a las mujeres que amaba al decorativo rincón de las fábricas de ideas.

Tomé a Anita del brazo y nos despedimos. En el camino de vuelta me preguntó por mi hermana.

Le conté que no era mi hermana, que me había acostado con la estudiante de Ciencias de la Educación, la autora de la tesis de 300 páginas.

Anita guardó silencio y por unos tres minutos sólo se dedicó a mirar hacia el frente. Con el Jonatan enfermo se había perfumado y vestido con su mejor pollera, había soportado la borrachera y el amor propio de Manuel y cuando caminaba rumbo a mi casa con la esperanza de sellar por fin un pacto, yo le destrozaba los planes con una anécdota ridícula.

–¿Por qué me lo cuenta?
–Por que no quiero hacerte mal.
–Usted no entiende…

A pocos metros de casa mi perro se da cuenta de que regresamos y sale corriendo. Sus orejas aletean descontroladamente. Su alegría está tan desfasada de la situación que hace que Anita incluso se ría.

–Usted no entiende nada.

Flores rojas

In Flores, Relatos on marzo 21, 2008 at 8:21 pm

(#6 de 10)

Olmos llega a la hora de siempre y el ruido endemoniado de su moto guadaña me recuerda como una alarma que le había prometido a Anita escribirle un poema. Un poema para ella.
Me incorporo, molesto, entumecido por el alcohol de la noche del viernes. Apoyo los brazos en la cama y recuerdo que no llegué solo. Un cuerpo dormido, desnudo y perfumado de vodka y red bull respira profundo a dos centímetros de mis dedos, a unos ocho metros del lugar donde Olmos corta la maleza sin necesidad de ser sutil.
La cabaña tiene un solo ambiente, dividido en niveles: si Olmos entra, y va a entrar cuando termine, verá ese cuerpo dormido en mi cama y probablemente me pida explicaciones o corra a su casa a impedir que este sea el séptimo sábado consecutivo en que Anita me visite con sus flores medicinales.
Por un segundo no sé a quién pertenece ese cuerpo dormido, desnudo, perfumado de una resaca urbana. Me doy cuenta por la marca de cigarrillos, porque jamás había estado antes con fumadoras de Virginia Slim.
Son cigarrillos finitos, ridículos. Vi la etiqueta cuando me senté en el escritorio de un departamento del barrio de los estudiantes. Dos ambientes y balcón, una biblioteca de madera con libros de cátedra y algún clásico de Cortázar, un Ulises cero kilómetro, un Quijote de la edición del 500 aniversario. La chica dispuso el termo, el mate y una infusión sin gracia, sin ninguna de esas hierbas a las que Anita y su madre me han acostumbrado.

–¿Estaba muy terrible?
–Hice varias correcciones. En principio, unifiqué algunos criterios de estilo.

La conversación pasó de la monografía a la fecha de tesis y de allí a los planes para el futuro: volver a su pueblo del sur, ser directora del colegio, casarse con su novio que trabaja en la Cooperativa y ya compró un terrenito.

Opiné que tenía la vida demasiado armada y me preguntó por mí. Qué hacía además de corregir monografías y entrevistar a escritores. Dónde vivía.

Le expliqué de manera tal que no le quedara más remedio que preguntarme si la llevaría a conocer esa casa.

–Primero tenés que conocer el bar de mi amigo.

Olmos toca la puerta. Lo hace despacio, como queriendo respetar un silencio que durante más de media hora estuvo violando como una orquesta mecánica desenfrenada. Le abro pero no lo invito a pasar, y eso parece frenarlo en la génesis de un movimiento que no llega a ser. Un gesto de sorpresa contradice su intención de discreción.

–Vino mi hermana. Está durmiendo.

Le miento con la misma naturalidad con la que pido el pan en el almacén del pueblo. Olmos entonces parece disculparse por haber pensado lo peor. Se hace para atrás.

–Llevelá a casa, más tarde. Si quiere le digo a la Anita que no venga.
–No le diga nada, no hay problema. Además le prometí un poema.
–Sí, la Anita me contó. ¿Ya lo escribió?
–Claro.
–Se va a poner contenta. Hacía mucho que no la veía tan bien.
Después me cuenta que lo del Jonatan sigue siendo un misterio. Una fiebre continua, los médicos no saben qué hacer. Pero el chico no está tan mal.

Pienso en Anita y su sonrisa, a pesar de la enfermedad de su hijo. Como una oleada, sobreviene la imagen de su cicatriz y como si fuera un sueño, con la claridad de un sueño, la visión de esa cicatriz se transforma en el rostro de Romina. Como una nube deja de parecerse a un árbol y por acción del viento toma la forma de un cuchillo, la imagen de Romina se aparece en esa conversación inverosímil que tenemos Olmos y yo en la puerta de entrada de mi casa mientras la estudiante de Ciencias de la Educación se despereza.

Cuando Olmos se va me siento frente a la computadora y escribo el poema para Anita. En realidad agrupo frases que usé para escribirle a Romina, imágenes que vienen al caso. No es la primera vez que lo hago: la breve, intensa historia entre Romina y yo me ha provisto de un discurso amoroso multiuso, fructífero, eficaz. Laura se viste y me pregunta si le hago unos mates.

–Al final mi vida no estaba tan armada.
–No cambió nada.
–¿Cómo que no? Jamás le fui infiel a mi novio.
–La fidelidad es una superstición, Laura.

Probablemente la frase exacta haya salido de la boca de Romina en la misma situación en la que ahora estoy con Laura, uno de los dos aún arriba de la cama y aún sin cubrirse el torso marcado por las mordidas de la noche anterior. Sólo que aquella vez los dos reímos hasta volver a acostarnos. Y ahora Laura quiere que le explique la frase.

–Te llevo a la ciudad. Tomemos mate en el viaje. Tengo visita en unas horas y quisiera limpiar un poco este desastre.

En realidad la casa está limpia y ordenada, con excepción de las zonas inmediatas a la cama. Temo que Laura haya planeado pasar el día en el pueblo, ir al río, hacerse amiga de mi perro. Cuando agarro las llaves del auto su rostro es una coreografía de la decepción.

Horas más tarde estoy de vuelta y espero a Anita con una ansiedad insólita. Una ansiedad que me lleva al teléfono, a marcar el número de Romina. La característica de Nueva York, el móvil, el tono de espera, el tono de llamada. Me pregunto si su teléfono seguirá sonando con los acordes de All apologies.

Mientras suena una, dos, tres, cuatro veces, calculo que la situación podría llegar a un climax si Anita tocara la puerta justo ahora. Se terminan los tonos y viene una voz. You’re conected with the mailbox of. Corto. Me desplomo en el sofá, al rato llega Anita con una ramo de flores rojas. Vulgares pero bonitas.

–Se llaman Alegría del hogar. No tienen propiedades curativas. Pero le alegran la casa.

Flores grises

In Flores, Relatos on marzo 20, 2008 at 12:40 pm

(#4 de 10)

Amanece como un golpe de puño certero, rápido, por la ventana que tiene vista al valle. Me despierto y veo una pila de libros con la forma exacta de dos palabras: trabajo pendiente. Una monografía de 400 páginas escrita por una estudiante de Ciencias de la Educación parece tener luces intermitentes de alarma. Tengo que corregirla en una semana. Me van a pagar casi lo mismo que gano trabajando un mes en el diario.
Sin embargo pienso en el Jonatan, en su nombre ridículo y en su enfermedad. Tomo un té y me subo al auto, rumbo a la casa de los Olmos.
Cuando llego, Anita tiene a su hijo en la falda: es la primera vez que veo una imagen maternal de ella, como si se esforzara en esconder esa verdad de tres años y andar torpe. Tiene fiebre, la cara está deformada por el calor que sale de su cuerpo.
Olmos y su mujer han ido a buscar al médico, Anita tiene el rostro atravesado por la falta de sueño.

-No sé qué hacer.
-¿Tu mamá no le dio alguna hierba de las que usa?

Antes de convertirse en un globo colorado y ardiente el Jonatan se quejó de un dolor de panza. La mujer de Olmos fue hasta los arbustos y cortó ramos de palo amarillo. Anita los va a buscar y me los trae, como si yo pudiera dictaminar algo certero que relacione esas flores grises con la fiebre del Jonatan. Cuando vuelve me estira los ramos para que los huela: menta y alcanfor en el tallo, jazmín en las flores. Mientras descifro esos aromas entre las hojas del ramo noto que Anita no lleva corpiño: su remera se adhiere a las tetas y lo pezones erectos parecen estar en desacuerdo con el drama del día.
Sin darme cuenta, me quedo prendido a esa imagen, sin despegar los ojos, mientras la luz del sol a través del verde oscuro de las ramitas y las hojas hace que los resquicios por donde admiro las tetas de Anita se tiñan de un velo violeta.

-Los colores –digo- buscan el complementario.

Con una versión amateur de la teoría cromática intento justificar mi estupefacción: tu remera es celeste, las hojas son verdes, la luz pasa a través de ellas, o entre ellas, y tu remera entonces se ve violeta.

Anita sonríe. En su cara de tremendo cansancio su sonrisa parece una rebelión.

-¿Le gustó el poema?
-¿Lo escribiste vos?
-No. Le pedí a una amiga que lo escribiera. Yo no tengo imaginación para esas cosas.

La tranquila amistad que hemos construido sobre la base de una serie de sábados a la sombra de mi cabaña me permite saber que Anita miente. Nunca se refiere a sus amigas como a “una amiga”, usa los nombres. De hecho, es uno de los rasgos de nuestra conversación que más me molestaban al principio, pero que después aprendí a disfrutar: Anita habla como si yo conociera a cada una de las personas que nombra.

-Decile a tu amiga que me gustó mucho. Que me escriba más.
-¿Romina le escribía?
-Claro. ¿Por qué me lo preguntás?
-Usted habla todo el tiempo de Romina.
-Nos escribíamos mucho. No todos los días. Pero mucho.
-Nunca leí nada suyo que no esté en el diario.
-Hacés bien.

El Jonatan reclama entonces un poco de atención: lanza un gemido triste, abatido. Dejo el ramo de palo amarillo sobre la mesa y observo cómo Anita se encarga del niño, cómo lo levanta, le habla en voz baja, le repite que ahí está su mami, su mamita, su mamá, que está bien, todo está bien.

Por un segundo no es Anita a quien estoy mirando sino Romina, Romina con el Jonatan en brazos y las tetas a punto de estallar, Romina con su espalda deportiva, su cola pequeña pero irresistible. Dos meses en la cama, Romina. Una vez me dijiste que querías adoptar, que preferías adoptar a tener hijos propios.

-¿Usted escribe poesía?

Anita me devuelve a la realidad. Nueva York es el lugar más alejado del mundo en este momento. No, no escribo.

-No le creo.
-Yo tampoco creo que al poema no lo hayas escrito vos.
-Escríbame algo. Por favor.

Quiero imaginar cómo nació en Anita ese deseo, esa preocupación. Acaso los sábados de conversaciones a la deriva nos hayan llevado a hablar de poesía. O me hayan llevado a mí a hablar de poesía y a ella a escucharme. No se me ocurre otra respuesta que una crueldad innecesaria, decirle que todo lo que escriba ahora será el resultado de que Romina no me atienda el teléfono, como todo lo que había escrito hasta que Romina dejó de hablarme había sido el resultado de dos meses en la cama con ella, dos meses que dejaron en algunas sábanas que decidí no lavar un perfume aún intenso.

-El sábado. Te prometo que el sábado te leo algo escrito para vos.

El palo amarillo es un digestivo muy efectivo. No suele provocar problemas secundarios, y no es la primera vez que el Jonatan toma un té de este tipo de plantas. Sin embargo no dejo de pensar que ese té lo intoxicó severamente.

Cuando Olmos y su mujer llegan con el médico, la cara de la madre de Anita es un resplandor de alegría. Señor Periodista, qué suerte que vino. Olmos me golpea la espalda y me invita una grapa. Anita reprime a su madre el entusiasmo desmedido con que saludó mi visita y el médico me pregunta cómo anda el diario.

La grapa es dulce y es como un puñetazo en la cara, otro amanecer violento. Tengo que ir a trabajar, les digo. Tengo que corregir una monografía y después ir a la empresa.

-¿Tiene que entrevistar a algún famoso, hoy?

Flores blancas

In Flores, Relatos on marzo 19, 2008 at 12:34 pm

Bajé al centro del pueblo a comprar cigarrillos y un fernet. Días después de la mudanza me gustaba salir a caminar por las calles de tierra hasta el río. Después tuve que comenzar a hablar con algunos vecinos. Después con otros. En pocas semanas una caminata junto a mi perro podía demorar unas 30 respuestas a una pregunta que jamás sabré contestar con sinceridad. ¿Cómo le va? ¿Cómo le va?
Me va mal: Romina se fue a Nueva York y yo intento tapar con agujas el hueco que dejó una bomba. Pero no puedo contestar eso: apenas si ensayo un acá andamos no demasiado convencido pero lo suficientemente demorado como para evitar la pregunta sobre cómo anda el diario.
Cuando llegué al almacén había dos vecinas hablando de la lluvia: desde febrero que no pasa nada, la tierra se empieza a levantar, el pueblo se hace más ocre. Y no hay esperanzas de que ese color cambie.
Busqué el fernet y fui al mostrador. Pedí un Lucky 10. Me hubiera gustado no escuchar lo que decían las mujeres.

-Parece que anda con la Anita.

Me di vuelta, las miré consternado. Me pregunté si debía explicar que Anita me visitaba todos los sábados por orden de su madre. Pero no les dije nada: intenté que un odio mudo saliera de mis ojos. Las mujeres entendieron lo contrario de una ira y me saludaron con el mismo gesto ambiguo con el que se felicita a una mujer embarazada, un monstruo híbrido hecho de sentimientos genuinos y encontrados, una bestia forjada tanto con la alegría por la presunción de que un viejo problema del pueblo, la soltería de Anita, tendría una solución, como por el reproche de un acto escandaloso. Anita tiene 19 años, un prontuario de alcoba copioso en hombres ajenos y un hijo bastardo que camina igual que el carpintero. De mí, por tanto, se comentó en un principio que podría ser homosexual. Un hombre que viene a vivir solo a la cima de un monte, un hombre al que no se le conocen mujeres. A las pocas semanas el rumor cambió por una versión donjuanesca de un periodista de ciudad, un hombre que llega muchas veces acompañado, por las noches, y se vuelve a ir de mañana. A los pocos meses llegó Romina y nos vieron tomar un helado en el centro del pueblo. Después la vieron llegar con el perro. El periodista se va a casar. Más tarde la vieron conmigo en el río.
Después no la vieron más. Vieron, en cambio, una sucesión de reemplazos: era evidente que yo la había engañado, tan linda Romina, rubia, no más de un metro sesenta, le gustaba sacar fotos.

Salgo del almacén y me encuentro con el padre de Anita. Me saluda y me pregunta por el pasto. Le digo que nada ha cambiado desde que él lo cortara por séptima vez el sábado pasado, hace cuatro días. Mi respuesta tiene la música de un desconsuelo, aunque no haya sido mi intención. Olmos la percibe y me toma de los hombros.

-¿Anda mal, usted? Está medio decaído.
-No es nada, un poco de sueño.
-Le voy a decir a Anita que le lleve un ramito de vira vira. Hágase un té. Va a ver cómo mejora.

Cuando llego a casa guardo el fernet en la heladera, me cambio la ropa y me subo al auto. Viajo a la ciudad, vivo un día laboral común y corriente. Unas tres veces intento llamar a Nueva York pero me atiende un contestador automático. Cuando vuelvo, cerca de la medianoche, hay un ramo de una planta de hojas alargadas, finas y plateadas, con pequeñas flores blancas. Está en el umbral de la puerta y tiene una nota escrita en el dorso de un folleto de la peluquería del pueblo. “Espero que se mejore”, comienza. Después hay un breve poema, torpe, elemental. En la firma dice su “amiga” Anita y me dan ganas de correr a la casa de Olmos y despertar a todos para preguntarles qué sugieren esas comillas. Postdata: el Jonatan se me enfermó.

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Relato en serie.  #3 de 10.

Flores amarillas

In Flores, Relatos on marzo 18, 2008 at 2:19 pm

Antes de que Anita toque la puerta mi perro me avisa que alguien se aproxima. Me asomo por la ventana y la veo: tiene un ramito de flores en la mano. Flores amarillas.

Le ofrezco mate y le pregunto por la familia. Después de algunas convenciones finalmente dice algo que parece haberla incomodado en todo el trayecto de su casa a la mía.

-Mi papá no lo quería al Jonatan.

Tengo la poderosa tentación de recriminarle el nombre ridículo que ha elegido para su hijo: tenerlo a los 16 no la redime. Pero no digo nada, simplemente pongo la pava y asiento, como si realmente pudiera comprender la tragedia detrás de esa frase.

Anita luce espléndida y huele a colonia de lavanda. Su madre debe de haberla perfumado en exceso, además de mal aconsejarle detalles como la hebilla en el pelo.

Olmos y su mujer comenzaron a enviar a Anita a mi casa todos los sábados por la tarde. Anita llega unas dos horas después de que Olmos haya terminado de cortar el césped. A veces no hace falta que él vaya: fuera de la temporada de lluvias el pasto apenas crece. Pero Olmos va. Al principio no quería cobrarme, sin embargo lo convencí de aceptar una especie de sueldo mensual de 150 pesos. Tiene para mí una doble utilidad: además de mantener el pasto como la cabeza de un soldado me despierta cada sábado con el ruido infernal de su moto guadaña. Puedo aprovechar la mañana en la sierra, o simplemente hablar con él mientras le convido vasos de agua.

Olmos siempre me hace preguntas sobre mi estado civil: si no conocí a nadie, o qué pasó con Romina.

El sábado pasado le hablé de Romina: rubia, no más de un metro setenta. Vive en Nueva York. Se fue porque quería viajar.

-¿Y usted no la acompañó?
-Yo la conocí cuando volvió a visitar a su familia.

Olmos tiene una teoría, basada sobre su experiencia personal: mujeres hay muchas, esposa una sola. Uno se da cuenta por cómo miran. ¿Cómo me miraba Romina? Ni ella ni yo creíamos en el matrimonio, pero estoy seguro de que si Olmos hubiera conocido la mirada que Romina dedicaba a mi pelo o a mis ojos decretaría que si existe algo como la búsqueda de una mujer para toda la vida, esa búsqueda había terminado.

Después de la primera hora Olmos comienza invariablemente a hablar de Anita: demasiado joven para ser mamá, todavía a los 19 no se da cuenta de que no tiene que salir los sábados a la noche. Que fue un desastre, que no me imagino, que no sé lo que es mantener una boca más. Y cómo come el Jonatan.

-Tu papá está preocupado porque no le alcanza la plata. Pero sí quiere a tu hijo.

Termino de decir la frase y tengo dos sensaciones: la primera, que fue una frase estúpida. La segunda, que fue una frase necesaria. Anita y yo hemos construido una amistad silenciosa sobre una complicidad implícita. Los dos sabemos que sus padres la envían a casa con la esperanza de que, así como la lluvia de febrero termina por horadar los techos de las casas de la zona, las visitas constantes, pacientes, de Anita, terminen por convencerme de pedirle si no casamiento al menos que venga a vivir a mi casa con el Jonatan, sus dos vestidos de fiesta, su cicatriz en el abdomen y su colección de hebillas para el pelo.

Anita no responde. Me explica que las flores amarillas son de canchalagua. Es una planta difícil de encontrar cerca del pueblo, pero monte arriba crece entre las piedras, en lugares arenosos. Le pregunto si quiere que le agregue unos pétalos al mate. Me dice que no: a pesar de que su aroma es delicado, el sabor es muy amargo.

-Póngalas en agua. Le van a perfumar la casa.

Mi perro se ha sentado entre las piernas de Anita y ella lo acaricia.

-Mi papá me contó que al perro este se lo regaló su novia…
-No tengo novia, Anita. Me lo regaló Romina.
-¿La que se fue a Estados Unidos?

Nos vemos una vez por semana y vamos, de a poco y de la misma manera en que la lluvia de febrero termina por horadar los techos de las casas de la zona, avanzando en la construcción de una intimidad. Hoy me toca hablar de Romina, y es el precio por haberlo hecho el sábado anterior con Olmos, mientras él arrancaba las raíces de un arbusto rebelde.

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Relato en serie. #2 de 10.

Flores azules

In Flores, Relatos on marzo 13, 2008 at 4:28 pm

Olmos no es un jardinero, sólo corta el césped. Arrasa. Con una moto guadaña, arrasa. Me dejó el patio como la cabeza de un soldado. Antes me gustaba cortar el pasto de mi patio: ahora prefiero escribir mientras Olmos provoca un ruido infernal, furioso, como si la vegetación que dejé crecer durante el período de lluvias emitiera su alarido de muerte.

Olmos nunca me dijo su nombre y nunca se lo pregunté. Me basta con que sea Olmos, el que arrasa con el pasto y los cardos. Lo fui a buscar a su casa, subiendo la montaña que está detrás de mi cabaña. Me atendieron las mujeres: la hija y la esposa. Me invitaron a tomar mate y la hija corrió a buscar el pan casero reservado a las visitas.

-Así que usted trabaja en el diario.
-Así dicen.
-A veces lo leemos. Cuando veo su foto lo leo. Hay que leerlo porque es del pueblo.

No sé qué contestarle y me limito a recibir el mate: educado en infusiones sin gracia, el gusto de las hierbas que le agrega la esposa de Olmos al mate me resulta desafiante.

-¿Tomillo?

La mujer asiente. Olmos está en el baño. Le gusta leer, se demora. La hija tiene 19 años. Me habían hablado de ella, una tarde en el bar: quedó embarazada a los 17, descuido del carpintero, que además desconoció su responsabilidad para preservar su propio matrimonio. Ahora el nieto de Olmos apenas si camina pero ya lo hace con el exacto gesto tosco del carpintero. Heredó su manera de balancear el cuerpo y una pensión de 150 pesos que le suponen al carpintero un esfuerzo extra, primero para conseguir el dinero, luego para ocultarle a su mujer el destino de esas horas de más. Anita dejó el colegio el año del embarazo, pero retomó después, en un bachillerato a distancia. Mañana rinde la última materia.

Olmos ya le buscó trabajo: en la panadería necesitan empleadas para la cuadra y el mostrador. Anita no está muy contenta con ese destino: algunas veces se permite soñar con estudiar en Córdoba, como dos de sus ex compañeras del colegio. Pero el llanto de Jonatan supone la rabiosa exigencia de volver a la realidad: ¿quién cuidaría de él?

Olmos sale del baño: desde el jardín se escuchan sus pasos. Cuando atraviesa la puerta me doy cuenta de que el sol hasta ese momento atravesaba la casa desde atrás y entonces el cuerpo de Olmos proyecta una sombra alargada, solemne.

El hombre me mira con cierta mínima sorpresa e intenta un saludo cortés, pero se interrumpe para retar a Anita y pedirle que se ponga algo de ropa decente. Anita le dice que es verano. Recién entonces me percato del abdomen de Anita, atravesado por una cicatriz torpe.

-¿Le creció el pasto?
-Con todo lo que llueve, ya está más alto que mi perro.
-Mañana a la mañana se lo dejo como la cabeza de un soldado.

Termino el mate y comienzo a despedirme. La mujer de Olmos se mete rápido a la casa y sale con un manojo de plantitas, de flores azules y aroma intenso.

-Tomillo. Si lo hierve con incayuyo y hace vahos le sirve contra la sinusitis.

Estoy a punto de explicarle que no tengo sinusitis pero me detengo. Sólo le agradezco.

-Usted vive solo.
-Con mi perro.
-Le voy a mandar a la Anita para que le cebe unos mates.

Cuando llego a casa mi perro corre hacia mí. Mostrenco, arrebatado, me deja las huellas de sus patas en la ropa.

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Relato en serie. 1 de 10.