RELATOS

Archive for the ‘Uncategorized’ Category

In Uncategorized on marzo 9, 2012 at 10:10 pm

Bella Vista Antisocial Club

La segunda función del Bella Vista Stand Up Club 2012 será con un gran protagonista de la escena estandapera local, el conductor de radio y televisión, actor, editor de la revista Good News, productor, ex promesa del tenis, figura pública en Facebook, tuitero multiseguido, columnista de Víctor Hugo Morales, pionero del stand up televisivo y el tipo que más sabe de estadísticas de Fórmula 1, Max Delupi.

En la foto de arriba sale con cara de estar diciendo algo indescifrable.

Bueno, no sé si se cargó la foto. Ando con problemas con Guorpres. Creo que es un claro ataque a la libertad de prensa. Pero bueno, soy periodista. Estoy entrenado para pensar que si voy caminando por la calle y un perro me ladra, el perro está cometiendo un claro ataque a la libertad de prensa.

Dice Guorpres que la culpa no es suya. Que tratar de subir una foto…

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Mudanza

In Uncategorized on diciembre 22, 2010 at 8:19 pm

Me voy a Tumblr.

Es más senciíto.

 

http://emanuelrodriguez.tumblr.com

 

Los espero.

Casa Tomada

In Uncategorized on noviembre 26, 2010 at 1:57 pm

Comentario de la última novela de Paul Auster, publicada en la revista CIUDAD X de noviembre de 2010.

 

La nostalgia y el escándalo ético son las plataformas de intuición de Paul Auster en Sunset Park, una novela en la que el escritor añora la fortaleza económica y sentimental de un país que se derrumba, y patea un par de puertas para que alguien preste atención al efecto devastador de la crisis sobre la intimidad y la dignidad de las personas.

Menos experimental que en sus últimos libros, Auster usa en Sunset Park muchas de sus estrategias habituales -la hiper conexión entre los destinos de los personajes, los cruces de apariencia casual, la indagación interior como forma de ocultamiento y no de revelación, la superposición entre ficción y realidad, el recurso al béisbol como mito de infancia e identidad nacional- pero en un contexto novedoso.

Los personajes de Auster son siempre marginales, pero esa marginalidad, en 14 de sus 15 novelas anteriores, había sido el resultado o bien de la voluntad y la rebeldía –la bohemia-, o bien de un infortunio doméstico o particular –el accidente o el crimen-.

Para los cuatro okupas de Sunset Park, en cambio, y de la misma manera que ocurre en Mr. Vértigo, la marginalidad es una consecuencia directa de la situación política y económica de los Estados Unidos.La novela cuenta las historias de dos hombres y dos mujeres (jóvenes los cuatro) que  ocupan ilegalmente una casa abandonada en los suburbios neoyorquinos.

Uno de ellos, Miles Heller, llega a esa casa escapando de una extorsión, pero en ese mismo acto le pone fin a otro escape: siete años antes, y después de la trágica muerte de su hermanastro, había abandonado su familia, su carrera universitaria y su ciudad sin dar ninguna explicación.

Miles además está enamorado de Pilar, una latina de 16 años a quien conoce porque ambos leen El Gran Gatsby. Es lector de Borges, además, y su hobby es tomar fotos de objetos abandonados en casas desalojadas. Cada uno de sus compañeros de insurrección municipal tiene una historia intensa de lucha a destajo contra la soledad.

Ellen es una artista en busca de un lenguaje expresivo propio, Alice trabaja en Pen, la asociación internacional que defiende los derechos de escritores perseguidos y censurados. Y Bing tiene una banda de música y un Hospital de Objetos Rotos en el que repara todo tipo de antigüedades.

Cada uno parece reproducir alguna de las obsesiones de Auster: su nostalgia, su compromiso con el progresismo político, su amor por los símbolos que se ocultan en los objetos abandonados. Los cuatro le permiten indagar en la precariedad y en la intensidad de los momentos en los que se toman decisiones vitales.

Otros tres completan la trama: el padre, la madre y la madrastra de Miles. El padre se lleva gran parte de la novela y Auster usa anécdotas reales de su propia vida y de la vida de su hija Sophie en la construcción de ese personaje, un editor independiente que lleva adelante la difícil empresa de “publicar literatura en un país donde la gente odia los libros” y que debe, al mismo tiempo, recomponer su empresa y su matrimonio.

La madre es una actriz célebre que también vuelve a NY, casualmente, para interpretar Días felices, de Samuel Beckett (guiño: Paul siempre se opuso a los críticos que lo tildaban de “beckettiano”).

Y la madrastra es una mujer que debe sobrevivir a “un marido muerto, un hijo muerto, un hijastro desaparecido, y un segundo marido infiel”. Su nombre es Willa Parks, el mismo que el de la autora de uno de los 180 relatos verídicos que Auster recopiló en Creía que mi padre Dios.En esa antología, la Willa Parks real –una oyente del programa de radio de Auster- cuenta el día en que se enteró de que su hermano había muerto en la Segunda Guerra Mundial. Esa guerra tiene una presencia especial en esta novela, porque Alice está haciendo una tesis sobre la película clásica Los mejores años de nuestra vida (1946), y a través de esa película el narrador pone al presente y a ese pasado en un laberinto de espejos.

Las observaciones sobre el contexto social y la superposición del tiempo de escritura de la novela con el tiempo en el que transcurre la acción -los años 2007 y 2008- (además de su insólita cercanía con el tiempo de publicación) le dan a Sunset Park un cierto tono de crónica periodística y de furia contra el sistema que algunas pocas veces parece entrar en conflicto con el estilo elegante y seductor del escritor neoyorquino, pero que finalmente encuentra su lugar y su gloria en la forma de los homenajes.

Más que en ninguna de sus otras novelas, el escritor norteamericano construye aquí su canon personal, su propia tradición de escritores, películas y beisbolistas. Es que justamente el cine, la literatura y el béisbol aparecen todo el tiempo como los pilares al menos emotivamente correctos del mito de la grandeza americana, tres artefactos nobles que, en tiempos difíciles y ante la transformación de los Estados Unidos en un “monstruo enfermo y destructor”, ofrecen al menos un techo, una casa en donde se puede tomar un poco de fuerza, recomponer ciertos vínculos, intentar una mínima resistencia.

 

  • Sunset Park, por Paul Auster, Anagrama, Buenos Aires, 2010, 288 páginas.

    25/25

    In Uncategorized on May 19, 2010 at 6:25 pm

    Terranova me invitó a participar en su hermoso sitio de entrevistas.

    ¿Qué es lo mejor de trabajar en La voz del Interior?
    Que las editoriales te mandan libros gratis. Y que Demián Orosz hace los mejores chistes que se puedan escuchar en una redacción.
    ¿Por qué dejó de salir el suplemento cultural?
    Es una misteriosa decisión empresarial. Mi versión de los hechos es que cuando pensaron en el rediseño del diario simplemente se olvidaron del suplemento cultural, como una familia que se muda y se olvida un mueble. O como un velorio en el que se olvidan del muerto.
    El resto, aquí.

    Che Culiau’

    In Uncategorized on May 10, 2010 at 8:57 pm

    Esta nota salió publicada el domingo 9 de mayo en La Voz del Interior.

    Todas las calles del centro tienen nombres de obispos, el otoño es cruelmente frío y en una de las últimas cuadras de la ciudad vive la familia Moli. En Villa del Rosario la gente habla rápido, con una ligera tendencia a aplastar las eses contra los dientes. Hay bares muy parecidos entre sí, con esa clase de mesas y sillas que parecen no haber sido nuevas nunca. En esas sillas se sientan hombres que prefieren el vino con soda, algún juego de naipes, la tele prendida para que haga ruido. Se concentran en la mano de cartas, de vez en cuando se ríen de algo, sin demasiado estruendo. Hasta que en la pantalla aparece Fabio Moli hablando con Jorge Rial y uno dice, medio de relajo: “miralo vo’ a ese culiau”.

    La casa de los Moli está en un barrio humilde del pueblo y no se destaca demasiado. Bajo el techo construido por las mismas manos del boxeador vive “La Negra”, primera novia y esposa de “La Mole”, y cuatro de sus cinco hijos. La mayor, que ya tiene un hijo propio, vive a pocas cuadras. No les gusta salir en fotos, y reciben a la prensa con una mezcla de extrañamiento y cansancio, con amabilidad, claro, pero también con un recato particular. No es recelo: la familia no expone su intimidad, pero es más por no considerarla demasiado interesante que por algún tipo de prurito de privacidad. Ya están acostumbrados a que el padre aparezca en los medios, y aunque ahora la escala de esa exposición se haya multiplicado, la cosa sigue siendo más o menos igual: “sigue siendo el viejo… ese viejo culiau”.

    En el bar tampoco hablan mucho de Moli. Ninguno niega el cariño, dan por sentado que está todo bien. Pero hay algo como de resignación en el tono. Como si al mismo tiempo que dijeran que lo quieren, estuvieran admitiendo que lo disculpan. Sucede que La Mole tiene un vasto prontuario de “moquero”, un legajo de descontroles de juventud que pone al pueblo ante una disyuntiva: quererlo por lo que es desde hace poco más de 10 años, o preferirlo lejos por todo lo que Moli fue hasta que dejó el alcohol. La balanza se resuelve para el lado de juntarse todos a verlo bailar, reírse un poco de la situación y seguir la vida, ver qué viene en la próxima mano de cartas y hacerle señas al mozo para que renueve la soda. “Uno lo va a querer siempre, porque es de la Villa… porque uno lo ha visto crecer a ese culiau”.

    Lo contrario del eufemismo
    ¿Hablan todos como él, o cuando hablan de él se adaptan a ese registro insistente en el uso del “culiau”? Como una especie de epidemia simpática, la palabra más cordobesa del diccionario del insulto se esparce ahora por la televisión y por los videos de YouTube con más benevolencia que escándalo, con esa simpatía especial que despierta el lenguaje atolondrado del boxeador, su capacidad particular para encontrar lo contrario de un eufemismo cada vez que habla. Fabio Moli acierta, cada vez que quiere decir algo, con la manera más escatológica posible de decirlo: no tiene miedo de volar, se “baña en bosta” cada vez que se sube a un avión, no dice que es un hombre fiel, dice “ninguna cajeta me va a sacar de la cabeza a mi negra”.

    La Negra, mientras tanto, lo mira por la tele a un volumen atronador.

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    Margaritas. Cuento completo.

    In Uncategorized on febrero 27, 2010 at 10:53 pm

    A propósito del video que Carla subió a su blog.

    Margaritas

    Octubre 25, 2007.

    -Hola María Rosa. ¿Cómo te va?
    -Mal.
    -¿Qué tenés?
    -Cáncer. Por eso te venía a decir dos cosas. Que no te voy a hacer la torta para el sábado, y que necesito que me pagues la deuda.
    Un día después del diagnóstico mi mamá ya le estaba sacando rédito.
    Yo tuve que dejar el diario y todo lo demás para venir a verla. Cuando llegué estaba sonriendo. No va a pasar nada, nene. El problema es que la palabra es muy fea. “Cáncer”. Es horrible.
    -Le digamos “margaritas”.
    La segunda rectoscopia la agarró canchera. Le llevó un presente a la doctora. Una estampita de San Expedito. “Si se la pasan oliendo gases…”. Mis hermanos y yo estamos cinco veces más asustados que ella.
    La van a operar, la tienen que operar con urgencia. Le dijeron que por favor no se mueva, que haga reposo. Pero está haciendo de comer. No puede parar de cocinar. La casa hierve. Afuera, la capital de La Rioja es un infierno, y la casa de mi madre es un sauna dentro de ese infierno.
    De La Rioja, me doy cuenta de que me había olvidado: los nombres de las calles, cómo se llega al Hospital y lo insoportable que es el sol. Y la energía que le pone mi mamá a las cosas.
    ¿Hasta qué limites la intimidad de las personas puede ser interesante?
    Escribo sobre mi madre porque en dos días me enseñó algo que acaso necesito traducir.
    Mi madre guiñándome el ojo tras decirle a la mujer morosa que en unos días le van a extraer una sección de su intestino y que por eso sería conveniente que, vamos, le pague la deuda. Mi madre buscando la alegría de los demás. Ahora le está haciendo una torta a la doctora que le llenó de gas el vientre para ver qué onda. La torta es de chocolate. La veo decorar su regalo y no entiendo algo que sé que me está transmitiendo. Algo que tiene que ver con el amor.
    Los trabajos de mi madre: bancaria, fabricante de abanicos de Loco Mia, vendedora de seguros, panadera, vendedora de agua potable, carnicera. En todos sus empleos fue feliz y después quebró. Ahora hace viandas de bajas calorías para unas 20 personas que le escriben mensajes en el dorso de los folletos: gracias María Rosa, estaban riquísimos. O “La próxima vez ponele menos cebolla porque si no después no puedo cagar”. Y de jueves a sábado abre una lomitería que se llama como el minimarket de mis hermanos, 2014. Le pusieron ese nombre porque quieren que el negocio les permita viajar a ver el Mundial de fútbol en Brasil, en el 2014. A mi mamá le parece un gran sueño.
    Mis amigos rezan por ella. Me llaman por teléfono y ella sonríe. Le cuento que mis amigas sabían que ella estaría tal como está ahora, haciendo chistes sobre la especie de papa maligna que tiene atravesada en la cañería. A veces hace chistes que no le entiendo pero igual me causan gracia. Por ejemplo ahora tiene una muletilla: dice “la guitarra de Lolo” para describir situaciones. No sé qué situaciones, aún no he logrado establecer un patrón.
    Recién hablaba de un hombre y me dijo: “No es exactamente como la guitarra de Lolo pero es algo parecido”.

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    Alice Munro

    In Uncategorized on noviembre 21, 2009 at 5:29 pm

    Hay que leer a Alice Munro. Hay que buscar sus libros, pedírselos al librero, esperar que lleguen desde Barcelona o desde Buenos Aires. Incluso hay que aprender inglés sólo para poder leerla en su lengua original. Hay que dejarse llevar por el atolondrado fanatismo que puede despertar el descubrimiento de la maestría con la que Alice Munro cuenta, en las pocas páginas de cualquiera de sus cuentos largos, el destino de una vida.

    Munro vende muchísimos libros en Canadá, el país en el que nació en 1931. Durante la década de 1990 se convirtió en un secreto a voces en el resto de América del Norte, un rumor de exquisitos que comenzaban a considerarla la mejor escritora viva en lengua inglesa y que promovían su lectura con el entusiasmo de los descubridores. A la Argentina llegó por medio de libros importados, y en algunos casos gracias a las precisas traducciones de Marcelo Cohen (hay que leer a Alice Munro traducida por Cohen: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio debería ser una materia en la escuela de traductores). Su recepción crítica se inauguró con un artículo también entusiasta y seductor de Graciela Speranza, directora junto a Cohen de la revista Otra parte. Una película de Sarah Polley, Lejos de ella, basada sobre uno de sus cuentos, también hizo sonar su nombre por ahí. La distribuidora nacional del sello español RBA percibió el fenómeno y trajo El amor de una mujer generosa. Después llegó Escapada, y la esperada Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Hacia finales del año pasado llegó por fin La vista desde Castle Rock, el último libro escrito por Munro hasta el momento. En Córdoba, todos esos títulos eran difíciles de encontrar: había que encargarle al librero que los traiga, esperar que lleguen, esperar que el librero no se los venda a otra persona, y domesticar la indignación que provoca el precio europeo de las cosas. Todo eso valía la pena. Ahora el sello Del Nuevo Extremo distribuye con cierta regularidad esos pequeños tesoros.

    Quedan varios títulos por traducir: Dance of the Happy Shades (1968), Lives of Girls and Women (1971), Something I´ve Been Meaning to Tell You (1974), The Beggar Maid (1978), y dos traducciones de las que en Argentina no se tiene noticia (parientes en España, ya saben qué traer cuando vengan), Las lunas de Júpiter (Versal, 1990), Amistad de juventud (Versal, 1991). Finalmente, Del Nuevo Extremo anuncia la distribución de El progreso del amor, publicado en inglés en 1984, para los primeros meses de 2010. Una de las mejores noticias acerca de leer a Munro es que queda aún mucho por descubrir.

    Ovacionada.
    ¿Por qué hay que leer a Munro? ¿Por qué despierta esta mujer ese deseo de recomendación que parece un tanto desfasado de los tiempos de la crítica contemporánea? ¿Qué tienen sus libros, tal que cualquier aproximación crítica parece chocar con gusto contra el impulso de ovación? No es una escritora de vanguardia, sus historias ocurren casi todas en ambientes rurales canadienses, en períodos de tiempo que van desde finales del siglo 19 hasta mediados del 20. Ha escrito una sola novela, Lives of Girls and Women, que es más bien una colección de relatos ligeramente encadenados por la recurrencia de algunos personajes. No tiene, tampoco, ninguna predilección por lo escandaloso, por la ruptura formal o siquiera por la discusión política. Sus libros no tienen casi nada de lo que tienen los libros que más se venden en el mundo. Y sin embargo es imposible dejar de leerla, es imposible dejar de identificarse con sus personajes o resistir la profundidad con la que observa la vida interior de las personas. Es imposible, también, resultar ileso de su lectura. Algo toca Munro cuando escribe, algo que tiene que ver con nuestra comprensión del amor y de la familia, del destino, de las marcas de la vida, de las vueltas que puede dar una biografía para volver a encontrarse frente a lo que más la atemoriza o conmueve.

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    Joven

    In Relatos, Uncategorized on octubre 8, 2009 at 3:32 pm

    Jueves 2 de julio de 2009

    Julia está muerta. Me avisaron por teléfono mientras desayunaba. Sobre la mesa de la cocina aún descansa como si también se hubiera quedado petrificado el jugo de zanahorias y naranjas que ocupa tres cuartos del único vaso que sobrevivió de un juego de 12 que nos regalaron a los dos hace 11 años. La sorpresa, el impacto, exagera el simbolismo de las cosas.

    Al principio pensé que sería sólo eso: puro impacto. Mi ex esposa, muerta. Una integrante más de la sociedad, con el dato apenas estadístico de haber dormido conmigo durante más de dos mil noches. Me bañé, me vestí sin luto, en el espejo del ascensor me acomodé el cuello de la camisa y en el restaurante no dije nada. Ni siquiera saben que alguna vez estuve casado: pensé que darles la noticia de la muerte de Julia sería mucho más engorroso que doloroso. Hasta las tres y media fue un día normal. Los cuchillos, las tablas, las sartenes: la seguridad de los objetos conocidos.

    A las cuatro tenía terapia, como todos los jueves. Cuando llegué a la salita de espera empecé a pensar en lo que le diría a Manuel y comencé a llorar. Fuera de control, mis ojos no dejaban de chorrear y sentí mi cuerpo disminuirse a su expresión más miserable, adoptar la pose fetal de los desprotegidos y desobedecer cualquier orden de decencia,  formalidad o urbanidad. Una mujer se vio obligada a acercarse, tocarme la espalda y demostrarme una solidaridad conmovedoramente inútil. Me cuesta aceptar que esté muerta, muerta como los muertos de la televisión o muerta como mi abuela materna, muerta muerta, a diez metros del césped de un cementerio parque en Puerto Madryn.

    Manuel salió del consultorio, despidió a su paciente con una sonrisa e inmediatamente acomodó el rostro a una modalidad de consternación más adecuada a mi llanto. Me hizo pasar y antes de que cerrase la puerta pude la ver la cara de la mujer que me había tocado la espalda. Por unos instantes imaginé que me entendería, que sin necesidad de yo le hablase y le pagase para que me escuche, aquella mujer me entendería. Al fin y al cabo, pensé, esa mujer estaba también en la sala de espera. Algún otro psicólogo conocería la intimidad de su propio desastre. Ella se sentiría frágil y al mismo tiempo segura en el sillón de su terapeuta, más cerca del equilibrio entre locura y normalidad que hace falta para sobrevivir a la ciudad. Esa última imagen me dio bronca y me senté con rabia, haciendo ruido en el sillón. Hice una cuenta rápida: hace exactamente  49 jueves que vengo a terapia con Manuel.

    -Julia está muerta.

    -¿Quién es Julia?
    Jueves 2 de julio de 1992

    Tenía que esperar por los lentos. ¿De qué otra manera podría acercarme lo suficiente? Sabíamos que nos íbamos a encontrar en los quince de Celeste, sabíamos que nos habíamos mirado más de lo común, sabíamos todo eso, pero no sabíamos cómo acercarnos lo suficiente. Yo tomaba un trago primavera sin alcohol que había aprendido a pedir después de leer una entrevista a Fito Páez en la 13/20: en esa misma revista había aprendido trucos inservibles para ocultar los granitos y que era mejor usar remera debajo de la camisa, preferiblemente estampada. Me puse la de los Guns, la camisa desprendida, y un falso Guess azul que me apretaba las bolas. Me sentía algo inseguro con la indumentaria, como si alguien pudiera acercarse a denunciar la ilegitimidad de mis pantalones. En mis fantasías de vergüenza, era la misma Claudia Schiffer quien venía con su cuerpo semidesnudo a crucificarme por usar unos falsos Guess. ¿Se habrá dado cuenta Julia de que yo pensaba, con mi primavera en la mano derecha, en Claudia? Lo cierto es que los lentos no llegaban, y el resto de la gente parecía no necesitarlos. Nosotros ya habíamos hablado de Vilma Palma, de lo raro que era salir un jueves, de que por fin estábamos de vacaciones –aunque ninguno de los dos las necesitara realmente-. Rodrigo se acercó a nosotros y con un descaro que envidié profunda y odiosamente invitó a bailar a Julia. Disimulé bebiendo lo que quedaba del primavera. Julia me miró antes de aceptar, y lo interpreté como un pedido de disculpas. Se incorporó y caminaron hacia la pista. De repente tuve la sensación de que todos me miraban y se reían de mí. Bailaron Mano Negra, Violadores, Soda Stereo. Julia se sabía la letra de Cuando pase el temblor y disfrutaba de cantarla casi a los gritos. Cuando saltaba, sus pechos parecían a punto de escaparse del vestido y Rodrigo no podía evitar mirarla. Yo me quedé sentado, un mozo me trajo empanadas y sidra sin alcohol. Maldije a los padres de Celeste y me pregunté si los de tercero A habrían podido ingresar al salón el cajón de cerveza que pretendían tomar. Los busqué, pero cuando los encontré bajaron las luces y comenzó a sonar un lento de Roxette. Me di vuelta, aterrorizado, y busqué a Julia.

    Volví a sonreír cuando la vi sentada, sola. Se había cansado de bailar, me dijo.

    Pero esto se baila sin saltar tanto… no cansa, le dije.

    Cuando me acerqué, sentí más fuerte la presión de los falsos Guess y le rogué a Claudia Schiffer que no explotaran, me arrimé al oído de Julia, a la mejilla de Julia, respiré el aire que ella espiraba, sentí el perfume del Impulse violeta mezclado con el Beldent y la besé.
    Jueves 2 de julio de 1998

    Me pareció un gesto adorable de su parte: el día que rendí la última materia, Julia me preparó una cena. Obviamente, ella nunca había cocinado para mí. Nuestra convivencia tiene pocas reglas y una de ellas es que yo cocino siempre. Si no traigo a casa lo que cocino en la escuela, preparo alguno de los platos que me hayan enseñado y montamos cada día una mínima farsa como de restaurante propio, una especie de fantasía que deriva luego en que la clienta se olvida de la billetera o se queda sin fondos en la tarjeta de crédito y entonces propone pagar la cena con sexo oral, sexo anal, sexo sobre la mesa.

    Durante algún tiempo esa práctica nos excitaba tanto que yo cocinaba ya con una erección indisimulable, y muchas veces en la escuela el olor de la cebolla rehogada me había puesto en una incómoda situación. A Julia también le gustaba que yo le contara sobre esas erecciones y sobre mis esfuerzos por ocultarlas, se reía y al mismo tiempo comenzaba a tocarme y a desvestirse.

    Preparó la cena semidesnuda, contra mis consejos sanitarios y de seguridad: el delantal le tapaba el pubis pero le dejaba al descubierto la cola y las tetas. Yo la observaba desde el living, y le pedía algunas poses imprudentes. O me acercaba para guiarla, pero ella me rechazaba y decía que tenía que cocinar sola, sin ayuda. No hay mayor felicidad en el destino de un hombre que descubrir su misión, y la cola de Julia, los pechos de Julia, la cintura de Julia, eran mi misión: veía esas partes del cuerpo con el permiso del delantal y me sentía alcanzado en mi corazón por una emoción indescifrable, cariñosa, pero también violenta y misteriosa. Julia cocinó durante dos horas un pollo que terminó demasiado seco, y sin embargo yo tenía la seguridad de no haber probado en mi vida mejor bocado. No había vértigo en la noche: un concubinato alegre nos había privado de esas sensaciones riesgosas, y sin embargo una impresión algo peligrosa me embargaba, exagerada, sí, pero al mismo tiempo de una exageración que podía resultar insuficiente. Cenamos, cogimos, volvimos a comer y volvimos a coger. Nos acostamos tarde.

    Julia duerme desnuda, la calefacción del departamento está al máximo y las ventanas empañadas. Sobre uno de los vidrios Julia escribió que me ama y que bailar conmigo nunca cansa. Debajo de esa ventana están, sin abrir, algunos regalos de nuestro casamiento.

    Jueves 3 de julio de 2002

    Ayer fuimos al salón en el que nos besamos. Ahora es un supermercado. Calculamos a grandes rasgos algunas distancias y decidimos repetir el beso frente a la góndola de las cremas. Nos reímos de algunos cambios en mi cuerpo: debo pesar 14 o 15 kilos más que hace 10 años. El cuerpo de Julia, en cambio, está más imponente pero igual de delgado, como si se hubiera afianzado o consolidado, como si las mismas curvas que tenía a los 15 años ahora fueran más definidas. Me siento un hombre afortunado cuando la abrazo y percibo la dureza de sus músculos, la forma de su espalda. Es un espectáculo algo ridículo, pero nuestro beso se alarga. Julia tararea Listen to your heart, la canción de Roxette, aunque yo creo que la que sonaba aquella noche del cumpleaños de Celeste era Spending my time. Así que tarareamos dos canciones diferentes y volvemos a besarnos, bailamos mínimamente.

    Después cenamos. Martín nos invitó a su restaurante cuando se enteró del aniversario. También nos obsequió un Rutini que yo había estado buscando para mi propio restaurante. Cuando brindamos, Julia comenzó a llorar.

    En secreto había cultivado el plan y en secreto se había cansado de nuestra vida de costumbres. Demasiado común, repetía. Los sorrentinos de mi plato quedaron intactos, aunque pude oler la salsa de tinta de calamar y reconocer mi receta. Me prometí agradecerle a Martín su homenaje antes de salir de esa situación infernal, pero en unos minutos la conversación de Julia me depositó en otro lugar.

    Se quiere ir al sur. A Puerto Madryn o algo así. Siente que tiene lo que siempre creyó querer, pero no le alcanza. O no es eso, no se trata de que alcance. Se trata de que no se siente viva. Mis reacciones son comunes, ordinarias, y la decepcionan aún más: le pregunto si ya no me quiere, si está viendo a otro hombre. Me dice que está aburrida, que es siempre igual, que su trabajo es rutinario y yo soy rutinario, que mientras atiendo el restaurante ella tiene una vida propia, claro, pero que esa vida no le interesa. Le pregunto si no es feliz. Me dice que no se trata de la felicidad, o por lo menos no de esta felicidad tan… tan… Tartamudea. Busca la palabra, tal vez intente crear un vocablo nuevo, bebe un trago de vino, Tan encajonada.

    -¿Encajonada?

    -Sí. Acomodada en cajones.

    Pienso en la Venus con cajones y veo a Julia atravesada de cajones. Pienso en nuestro dormitorio, en el cajón de mis medias, en el cajón de su ropa interior. Las imágenes me impiden entender lo que Julia está diciendo. Por momentos su llanto es tan copioso que cae sobre el plato.

    -¿Cajones?

    -Sí. Cajones. Vas a trabajar, volvés, cogemos, dormís, te comprás un auto, me comprás otro a mí, nos vamos de vacaciones a Brasil. Cajones.

    No puedo entender qué quiere, y entonces insisto en la tesis del otro hombre.

    -No quiero esto, Emanuel.

    Mi nombre suena como una explosión o un disparo. Un acento solemne en el final de una tragedia. Hay algo de júbilo en la desesperación de las palabas de Julia. Algo del orden del desahogo. Algo que me atraviesa el estómago. El vino es cálido y delicioso, áspero, corpulento, pero no puedo disfrutarlo.

    -Decime la verdad. ¿Estás con otro hombre?

    Jueves 2 de julio de 2009

    Manuel me escucha pero a veces lee mensajes de texto que le llegan al celular. Yo no puedo parar de hablar. Es la primera vez desde el año 2002 que hablo de Julia. Cuando se fue no di explicaciones a nadie, me concentré en la cocina, en el restaurante, y llegué a mudar algunas cosas como para dormir en el local. Agregué nuevos platos al menú, me acosté con tres de las cuatro mozas, y creí enamorarme de la cuarta. Cuando no venía gente al restaurante, alguna de ellas daba el primer paso hacia la cama que yo había instalado detrás de la cocina y cogíamos sin demasiada gracia pero con ímpetu. Algunas noches, incluso, fuimos más de dos en la cama. Una de las mozas renunció y la reemplacé con un hombre, en un gesto de torpeza elemental pero con el objetivo de tranquilizar la pija.

    Un año después comencé a leer, y otro año más tarde, a escribir. Con el tiempo, el personal del restaurante se renovó por completo y ninguna persona de las que tenían un trato diario conmigo sabía nada de Julia. Martín se fue a vivir a Alemania, conoció a una cocinera de nombre Sophie y se casó. Me escribía emails y me contaba que era un hombre feliz. A los pocos meses quisieron tener hijos, pero descubrieron que Martín era estéril. A Martín se le ocurrió entonces un plan descabellado: tenía un vecino físicamente muy parecido a él, que tenía tres hijos hermosos. Le pagaría a su vecino para que embarace a su mujer. Yo no respondía sus emails. O le respondía sin responder: Ok, suerte. Besos. Saludos a la alemana. Cosas así. El vecino aceptó el dinero, convenció a su propia mujer y comenzó a acostarse con Sophie. Martín me escribió contándome que estaba sorprendido de poder aceptar y promover semejante situación. Él decía que se había europeizado. El vecino y Sophie se acostaron 49 veces, sin suerte. Martín entonces le exigió que se hiciera un test de fertilidad o que le devolviera su dinero. Al vecino también se le estaban complicando las cosas en su casa, así que decidió hacerse el test, demostrar su capacidad de reproducción, echarle la culpa a Sophie, quedarse con el dinero y terminar con todo el trámite. Pero el test le dio negativo. El vecino le devolvió el dinero a Martín, echó a su esposa y a los hijos de quién sabe quién de la casa, conectó una manguera al caño de escape de su Volvo, metió el otro extremo de la manguera en la cabina y se sentó frente al volante, con el auto en marcha. Todo el asunto me pareció un gran tema de novela, así que lo escribí y publiqué el libro en una editorial pequeña. Pagué la edición, claro, y la distribución en todo el país. Me aseguré de que el libro llegara al sur.

    Volví a saber de Julia cuando me escribió un email. Había leído mi novela y estaba indignada porque yo le había puesto de nombre Julia a la esposa del vecino. En ese mismo email me enteré de que vivía en Puerto Madryn y que buscaba nuevas maneras de vivir el amor, o algo así. Me pareció despreciable, me indigné, y  le quité crédito a todas sus palabras, que además me parecían mal escritas. Julia decía algo sobre las maneras acostumbradas, sobre las maneras comunes, sobre lo conocido. Se había alegrado al ver mi novela en una librería, pero se había decepcionado al leerla. Me recomendaba pensar, mirarme hacia adentro, tal vez hacer terapia. Me pasaba el teléfono de un terapeuta que ella había conocido en Puerto Madryn y que ahora vivía en Córdoba. Él podría aconsejarme a alguien. “Obviamente no espero que vayas con Manuel”, me decía Julia en su email.  No quería que yo lo tome a mal, pero Manuel podría ayudarme, indicarme la persona adecuada para hacer una buena terapia. Ella y Manuel habían vivido juntos dos años. ¿Le había enseñado él que sí, que era posible vivir de otra manera? Se habían separado en 2005.

    Manuel me escuchaba con un gesto de incredulidad y asombro y odio. Sos un hijo de puta, dijo. Se tomó la cabeza, ocultó su rostro.

    -¿Julia está muerta?

    -Muerta muerta. A diez metros bajo tierra en un cementerio parque de Puerto Madryn. Me avisó su hermana, por teléfono, hoy a la mañana. Cáncer.

    Nos quedamos en silencio. Durante tres años habíamos hablado tanto. Pero nunca de Julia. Y ahora Julia era una muerta, un fantasma, un cuerpo pudriéndose en la tierra. No sabíamos nada más, si había muerto sola, si había vuelto a ser feliz, si había encontrado algo en Puerto Madryn. Nada. Le pregunté a Manuel por qué la había dejado, pero me respondió que Julia había tomado la decisión.

    “Se había cansado de bailar conmigo”, me dijo.

    Manos de mujer tocándome

    In Uncategorized on octubre 8, 2009 at 2:28 pm

    Sobre la novela «No es amor», de Patricia Kolesnicov (Suma de Letras, Buenos Aires, 2009, 248 páginas. Precio: $ 45)
    Si hacemos algo porque queremos hacerlo, nos sentimos bien. Si hacemos algo porque no podemos evitar hacerlo, nos sentimos vivos. Intensa, contradictoria y hermosamente vivos. Me acuesto con vos porque no puedo evitarlo: tomá nota, porque esa es la medida de mi amor.

    En su primera novela, Patricia Kolesnicov resume la intensidad de esa clase de emociones en las idas y vueltas de una relación entre dos chicas durante la segunda mitad de los ’80. Buenos Aires es una ciudad confundida y furiosa, la música que mejor la describe es un rock que se convertirá en mito y los personajes de No es amor se mueven de acuerdo a una mecánica entusiasmada, poseída.

    La primera parte del libro es un elogio del desencuentro, está construida sobre la tensión erótica de esa manera de desencuentro que sólo puede ser el prólogo a un gran, jubiloso encuentro.

    La autora elige una forma de narración poco frecuente, una primera persona que se divide en dos voces. Las dos protagonistas cuentan cada una su parte de una historia que se arma de confesiones, concesiones, conjeturas y otras encantadoras maneras de mostrar y ocultar, de dar y quitar.

    La escritura de Kolesnicov adopta por momentos la apariencia de cierto coloquialismo, pero revela más tarde su naturaleza poética, su ritmo a veces acelerado, a veces demorado. El ritmo de una metrópoli que abre los ojos a la silenciosa tormenta que convirtió a la Argentina de los ’80 en la Argentina de los ’90. Florencia es militante radical y tiene el cuerpo cruzado de cicatrices. María es hija de la clase acomodada y tiene una fe ciega en la ciencia. Europa ya no es la tierra del exilio pero tampoco es la tierra prometida que será en la década de 1990. Buenos Aires arde y se transforma.

    Florencia y María buscan, están en actitud de búsqueda, y la escritora tiene la compasión de no explicitar esa búsqueda, quizá por que no es necesario (al fin y al cabo lo que buscamos es amor), quizá porque tampoco ellas, ni la ciudad que las contiene, saben qué están buscando. «¿Y si es una mujer?», se pregunta María. «Besos de mujer. Manos de mujer tocándome».

    Hacia la mitad de la novela las mujeres en cuestión recrean a su manera el capítulo siete de Rayuela, de Julio Cortázar, y la frase «toco el borde de tu boca» (que aparece como «toco el borde de su boca») parece renovar su potencia lírica con el aire ligeramente transgresor de un encuentro lésbico. A partir de allí, el desafío de la autora es manejar la psicología de sus criaturas, describir con la mayor precisión posible todo lo que cambia una amistad después de un orgasmo.

    En ese terreno, Kolesnicov brilla: de una manera prolija logra mantener el equilibrio entre los lugares comunes inevitables de un conflicto amoroso y las novedades que hacen interesante un conflicto amoroso. Posesión, inseguridad afectiva, la insoportable presión por seguir los pasos prefijados por eso que llamamos el sistema o la sociedad, o lo que sea que nos haga ver si no la felicidad al menos la tranquilidad en la estructura tradicional de la familia burguesa, todo eso entra en juego para volver a elogiar el desencuentro.

    La novela está escrita en pequeños capítulos, irrupciones de dos voces que parecen encontrar en la palabra alguna certeza. No sabemos a quién le hablan María y Florencia, y no hace falta saberlo. Acaso sólo hablen consigo mismas, o con Luisa Lane, una mujer imaginaria que las escucha y las interpela.

    No es amor es, claramente, una novela de amor, una historia sobre todo lo que decimos cuando hablamos de él y todo lo que amamos cuando nos imponemos no hablar de él. «No hablemos de amor», le dice una a la otra. «No», responde la segunda. «Esto no es amor», insiste la primera. «No», asiente la segunda. «No es amor». «No, no».

    Ese estilo acumulativo es el riesgo que toma Kolesnicov para hablar de lo contrario a una acumulación, para hablar de un vacío y un abismo, para hablar de esas cosas sobre las que, a veces, es mejor no hablar.

    Belleza y pesadilla

    In Uncategorized on octubre 8, 2009 at 2:26 pm

    Sobre «Coraline», de Neil Gaiman (Editorial Salamandra, Barcelona, 2009, 155 páginas. Precio: $ 39).
    Al pasar por una extraña puerta una niña llega a una casa similar a la suya, con una versión ligeramente modificada de sus propios padres, llamativamente más atentos que los reales, mejores cocineros, y con botones en lugar de ojos. Y con un deseo oscurísimo: robar el alma de Coraline.

    Es probable que hayas visto la película y es probable que, como muchos adultos, te hayas quedado perplejo ante la espiral de terror que el filme propone a su audiencia infantil. Bueno, con el libro esa sensación puede aumentar, intensificarse y transformarse en una pequeña pasión. Y todo eso sin las concesiones que suelen pedir los libros para chicos, y ni siquiera –lo que termina de convertir a Coraline en una maravilla– las concesiones que suelen pedir los libros de terror.

    El libro de Neil Gaiman acaba de ser publicado en la Argentina –aunque la versión original en inglés es de 2002 y la traducción española tiene ya más de seis años– por el sello Salamandra. El autor es una celebridad pop en el mundo anglófono, una especie de Rey Midas que transforma en oro todo lo que toca: el cómic Sandman, la novela (llevada al cine) Stardust, y ahora esta auténtica joya que demuestra que escribir para niños no requiere ni condescendencia ni ese tono ligeramente estúpido que suelen adoptar los libros para chicos con la excusa de que deben ser entendidos.

    Gaiman parece haberse despojado de cualquier limitación y haber escrito bajo el impulso de una libertad alucinante y alucinógena, y logra crear un mundo de fantasía lo suficientemente inquietante como para que tengamos la sensación de que la monstruosidad que describe no puede no ser real.

    Hombres grises. Cuenta la leyenda que el personaje y el libro se iban a llamar originalmente «Caroline», pero un error de tipeo del autor cambió los planes. Coraline se empecina en corregir a sus amigos (los vecinos del edificio) cuando la llaman Caroline, y esa situación se vuelve especialmente tensa. Los personajes que la rodean en uno y otro mundo son grises, desesperadamente grises, y en una primera instancia la niña duda en cuál de esos universos querría vivir, pero –y aquí Coraline se vuelve una perversión encantadora de Alicia en el país de las maravillas– la duda no reside en cuál de los mundos es mejor, sino cuál de ellos es menos peor.

    Del otro lado de la puerta las comidas son más sabrosas y el amor se expresa de acuerdo a cánones tradicionales: ¿cómo podría Coraline dudar de que la bruja que hace el papel de madre paralela la quiere? Hacia la mitad de la novela llega una verdadera genialidad: «Era cierto, la otra madre la quería. Pero la quería igual que un avaro ama su dinero o un dragón su tesoro. En los ojos de botones de la otra madre sólo había afán de posesión, y Coraline sabía que la veía como un cachorrito consentido que pronto deja de tener gracia».

    Si te parece que Gaiman te disfrazó de aventura infantil un viaje dark por tus propias miserias, va a ser difícil encontrar un dato que te contradiga. La otra madre hace un esfuerzo sobrenatural por seducir a Coraline y lograr que la niña se quede a vivir en su mundo. Una de sus criaturas le promete a la niña: «Si te quedas, tendrás todo lo que desees».

    Coraline suspira y te da una lección: «Realmente no lo entiendes, ¿verdad? No quiero tener todo lo que deseo. nadie lo quiere, no de verdad. ¿Dónde estaría la gracia si tuviese todo lo que quiero? Es eso y nada más, ¿y después qué?».

    Sin clichés. A pesar de ser una obra maestra de dos géneros construidos sobre la base de insistente clichés (la literatura para chicos, por un lado, y la literatura de terror, por el otro), Coraline esquiva una y otra vez los lugares conocidos y no cede a la presión de lo común ni siquiera en el final. Con el espejo omnipresente de la Alicia de Lewis Carroll, pero con la audacia de llevar las cosas a un territorio espeluznante y retorcido, Gaiman construye una pesadilla hermosa, un sueño un tanto angustiante pero también tan asombroso que no queremos que termine.

    Entre persecuciones tenebrosas, personajes que adoptan formas monstruosas y una terrible aventura de liberación, Coraline se da lujo de ser un libro perfecto, una de esas maravillas que uno puede no puede dejar de leer.

    Y tiene una cualidad especial: no importa a qué hora empieces a leer este libro. Cuando termines, siempre será de noche.