Jueves 2 de julio de 2009
Julia está muerta. Me avisaron por teléfono mientras desayunaba. Sobre la mesa de la cocina aún descansa como si también se hubiera quedado petrificado el jugo de zanahorias y naranjas que ocupa tres cuartos del único vaso que sobrevivió de un juego de 12 que nos regalaron a los dos hace 11 años. La sorpresa, el impacto, exagera el simbolismo de las cosas.
Al principio pensé que sería sólo eso: puro impacto. Mi ex esposa, muerta. Una integrante más de la sociedad, con el dato apenas estadístico de haber dormido conmigo durante más de dos mil noches. Me bañé, me vestí sin luto, en el espejo del ascensor me acomodé el cuello de la camisa y en el restaurante no dije nada. Ni siquiera saben que alguna vez estuve casado: pensé que darles la noticia de la muerte de Julia sería mucho más engorroso que doloroso. Hasta las tres y media fue un día normal. Los cuchillos, las tablas, las sartenes: la seguridad de los objetos conocidos.
A las cuatro tenía terapia, como todos los jueves. Cuando llegué a la salita de espera empecé a pensar en lo que le diría a Manuel y comencé a llorar. Fuera de control, mis ojos no dejaban de chorrear y sentí mi cuerpo disminuirse a su expresión más miserable, adoptar la pose fetal de los desprotegidos y desobedecer cualquier orden de decencia, formalidad o urbanidad. Una mujer se vio obligada a acercarse, tocarme la espalda y demostrarme una solidaridad conmovedoramente inútil. Me cuesta aceptar que esté muerta, muerta como los muertos de la televisión o muerta como mi abuela materna, muerta muerta, a diez metros del césped de un cementerio parque en Puerto Madryn.
Manuel salió del consultorio, despidió a su paciente con una sonrisa e inmediatamente acomodó el rostro a una modalidad de consternación más adecuada a mi llanto. Me hizo pasar y antes de que cerrase la puerta pude la ver la cara de la mujer que me había tocado la espalda. Por unos instantes imaginé que me entendería, que sin necesidad de yo le hablase y le pagase para que me escuche, aquella mujer me entendería. Al fin y al cabo, pensé, esa mujer estaba también en la sala de espera. Algún otro psicólogo conocería la intimidad de su propio desastre. Ella se sentiría frágil y al mismo tiempo segura en el sillón de su terapeuta, más cerca del equilibrio entre locura y normalidad que hace falta para sobrevivir a la ciudad. Esa última imagen me dio bronca y me senté con rabia, haciendo ruido en el sillón. Hice una cuenta rápida: hace exactamente 49 jueves que vengo a terapia con Manuel.
-Julia está muerta.
-¿Quién es Julia?
Jueves 2 de julio de 1992
Tenía que esperar por los lentos. ¿De qué otra manera podría acercarme lo suficiente? Sabíamos que nos íbamos a encontrar en los quince de Celeste, sabíamos que nos habíamos mirado más de lo común, sabíamos todo eso, pero no sabíamos cómo acercarnos lo suficiente. Yo tomaba un trago primavera sin alcohol que había aprendido a pedir después de leer una entrevista a Fito Páez en la 13/20: en esa misma revista había aprendido trucos inservibles para ocultar los granitos y que era mejor usar remera debajo de la camisa, preferiblemente estampada. Me puse la de los Guns, la camisa desprendida, y un falso Guess azul que me apretaba las bolas. Me sentía algo inseguro con la indumentaria, como si alguien pudiera acercarse a denunciar la ilegitimidad de mis pantalones. En mis fantasías de vergüenza, era la misma Claudia Schiffer quien venía con su cuerpo semidesnudo a crucificarme por usar unos falsos Guess. ¿Se habrá dado cuenta Julia de que yo pensaba, con mi primavera en la mano derecha, en Claudia? Lo cierto es que los lentos no llegaban, y el resto de la gente parecía no necesitarlos. Nosotros ya habíamos hablado de Vilma Palma, de lo raro que era salir un jueves, de que por fin estábamos de vacaciones –aunque ninguno de los dos las necesitara realmente-. Rodrigo se acercó a nosotros y con un descaro que envidié profunda y odiosamente invitó a bailar a Julia. Disimulé bebiendo lo que quedaba del primavera. Julia me miró antes de aceptar, y lo interpreté como un pedido de disculpas. Se incorporó y caminaron hacia la pista. De repente tuve la sensación de que todos me miraban y se reían de mí. Bailaron Mano Negra, Violadores, Soda Stereo. Julia se sabía la letra de Cuando pase el temblor y disfrutaba de cantarla casi a los gritos. Cuando saltaba, sus pechos parecían a punto de escaparse del vestido y Rodrigo no podía evitar mirarla. Yo me quedé sentado, un mozo me trajo empanadas y sidra sin alcohol. Maldije a los padres de Celeste y me pregunté si los de tercero A habrían podido ingresar al salón el cajón de cerveza que pretendían tomar. Los busqué, pero cuando los encontré bajaron las luces y comenzó a sonar un lento de Roxette. Me di vuelta, aterrorizado, y busqué a Julia.
Volví a sonreír cuando la vi sentada, sola. Se había cansado de bailar, me dijo.
Pero esto se baila sin saltar tanto… no cansa, le dije.
Cuando me acerqué, sentí más fuerte la presión de los falsos Guess y le rogué a Claudia Schiffer que no explotaran, me arrimé al oído de Julia, a la mejilla de Julia, respiré el aire que ella espiraba, sentí el perfume del Impulse violeta mezclado con el Beldent y la besé.
Jueves 2 de julio de 1998
Me pareció un gesto adorable de su parte: el día que rendí la última materia, Julia me preparó una cena. Obviamente, ella nunca había cocinado para mí. Nuestra convivencia tiene pocas reglas y una de ellas es que yo cocino siempre. Si no traigo a casa lo que cocino en la escuela, preparo alguno de los platos que me hayan enseñado y montamos cada día una mínima farsa como de restaurante propio, una especie de fantasía que deriva luego en que la clienta se olvida de la billetera o se queda sin fondos en la tarjeta de crédito y entonces propone pagar la cena con sexo oral, sexo anal, sexo sobre la mesa.
Durante algún tiempo esa práctica nos excitaba tanto que yo cocinaba ya con una erección indisimulable, y muchas veces en la escuela el olor de la cebolla rehogada me había puesto en una incómoda situación. A Julia también le gustaba que yo le contara sobre esas erecciones y sobre mis esfuerzos por ocultarlas, se reía y al mismo tiempo comenzaba a tocarme y a desvestirse.
Preparó la cena semidesnuda, contra mis consejos sanitarios y de seguridad: el delantal le tapaba el pubis pero le dejaba al descubierto la cola y las tetas. Yo la observaba desde el living, y le pedía algunas poses imprudentes. O me acercaba para guiarla, pero ella me rechazaba y decía que tenía que cocinar sola, sin ayuda. No hay mayor felicidad en el destino de un hombre que descubrir su misión, y la cola de Julia, los pechos de Julia, la cintura de Julia, eran mi misión: veía esas partes del cuerpo con el permiso del delantal y me sentía alcanzado en mi corazón por una emoción indescifrable, cariñosa, pero también violenta y misteriosa. Julia cocinó durante dos horas un pollo que terminó demasiado seco, y sin embargo yo tenía la seguridad de no haber probado en mi vida mejor bocado. No había vértigo en la noche: un concubinato alegre nos había privado de esas sensaciones riesgosas, y sin embargo una impresión algo peligrosa me embargaba, exagerada, sí, pero al mismo tiempo de una exageración que podía resultar insuficiente. Cenamos, cogimos, volvimos a comer y volvimos a coger. Nos acostamos tarde.
Julia duerme desnuda, la calefacción del departamento está al máximo y las ventanas empañadas. Sobre uno de los vidrios Julia escribió que me ama y que bailar conmigo nunca cansa. Debajo de esa ventana están, sin abrir, algunos regalos de nuestro casamiento.
Jueves 3 de julio de 2002
Ayer fuimos al salón en el que nos besamos. Ahora es un supermercado. Calculamos a grandes rasgos algunas distancias y decidimos repetir el beso frente a la góndola de las cremas. Nos reímos de algunos cambios en mi cuerpo: debo pesar 14 o 15 kilos más que hace 10 años. El cuerpo de Julia, en cambio, está más imponente pero igual de delgado, como si se hubiera afianzado o consolidado, como si las mismas curvas que tenía a los 15 años ahora fueran más definidas. Me siento un hombre afortunado cuando la abrazo y percibo la dureza de sus músculos, la forma de su espalda. Es un espectáculo algo ridículo, pero nuestro beso se alarga. Julia tararea Listen to your heart, la canción de Roxette, aunque yo creo que la que sonaba aquella noche del cumpleaños de Celeste era Spending my time. Así que tarareamos dos canciones diferentes y volvemos a besarnos, bailamos mínimamente.
Después cenamos. Martín nos invitó a su restaurante cuando se enteró del aniversario. También nos obsequió un Rutini que yo había estado buscando para mi propio restaurante. Cuando brindamos, Julia comenzó a llorar.
En secreto había cultivado el plan y en secreto se había cansado de nuestra vida de costumbres. Demasiado común, repetía. Los sorrentinos de mi plato quedaron intactos, aunque pude oler la salsa de tinta de calamar y reconocer mi receta. Me prometí agradecerle a Martín su homenaje antes de salir de esa situación infernal, pero en unos minutos la conversación de Julia me depositó en otro lugar.
Se quiere ir al sur. A Puerto Madryn o algo así. Siente que tiene lo que siempre creyó querer, pero no le alcanza. O no es eso, no se trata de que alcance. Se trata de que no se siente viva. Mis reacciones son comunes, ordinarias, y la decepcionan aún más: le pregunto si ya no me quiere, si está viendo a otro hombre. Me dice que está aburrida, que es siempre igual, que su trabajo es rutinario y yo soy rutinario, que mientras atiendo el restaurante ella tiene una vida propia, claro, pero que esa vida no le interesa. Le pregunto si no es feliz. Me dice que no se trata de la felicidad, o por lo menos no de esta felicidad tan… tan… Tartamudea. Busca la palabra, tal vez intente crear un vocablo nuevo, bebe un trago de vino, Tan encajonada.
-¿Encajonada?
-Sí. Acomodada en cajones.
Pienso en la Venus con cajones y veo a Julia atravesada de cajones. Pienso en nuestro dormitorio, en el cajón de mis medias, en el cajón de su ropa interior. Las imágenes me impiden entender lo que Julia está diciendo. Por momentos su llanto es tan copioso que cae sobre el plato.
-¿Cajones?
-Sí. Cajones. Vas a trabajar, volvés, cogemos, dormís, te comprás un auto, me comprás otro a mí, nos vamos de vacaciones a Brasil. Cajones.
No puedo entender qué quiere, y entonces insisto en la tesis del otro hombre.
-No quiero esto, Emanuel.
Mi nombre suena como una explosión o un disparo. Un acento solemne en el final de una tragedia. Hay algo de júbilo en la desesperación de las palabas de Julia. Algo del orden del desahogo. Algo que me atraviesa el estómago. El vino es cálido y delicioso, áspero, corpulento, pero no puedo disfrutarlo.
-Decime la verdad. ¿Estás con otro hombre?
Jueves 2 de julio de 2009
Manuel me escucha pero a veces lee mensajes de texto que le llegan al celular. Yo no puedo parar de hablar. Es la primera vez desde el año 2002 que hablo de Julia. Cuando se fue no di explicaciones a nadie, me concentré en la cocina, en el restaurante, y llegué a mudar algunas cosas como para dormir en el local. Agregué nuevos platos al menú, me acosté con tres de las cuatro mozas, y creí enamorarme de la cuarta. Cuando no venía gente al restaurante, alguna de ellas daba el primer paso hacia la cama que yo había instalado detrás de la cocina y cogíamos sin demasiada gracia pero con ímpetu. Algunas noches, incluso, fuimos más de dos en la cama. Una de las mozas renunció y la reemplacé con un hombre, en un gesto de torpeza elemental pero con el objetivo de tranquilizar la pija.
Un año después comencé a leer, y otro año más tarde, a escribir. Con el tiempo, el personal del restaurante se renovó por completo y ninguna persona de las que tenían un trato diario conmigo sabía nada de Julia. Martín se fue a vivir a Alemania, conoció a una cocinera de nombre Sophie y se casó. Me escribía emails y me contaba que era un hombre feliz. A los pocos meses quisieron tener hijos, pero descubrieron que Martín era estéril. A Martín se le ocurrió entonces un plan descabellado: tenía un vecino físicamente muy parecido a él, que tenía tres hijos hermosos. Le pagaría a su vecino para que embarace a su mujer. Yo no respondía sus emails. O le respondía sin responder: Ok, suerte. Besos. Saludos a la alemana. Cosas así. El vecino aceptó el dinero, convenció a su propia mujer y comenzó a acostarse con Sophie. Martín me escribió contándome que estaba sorprendido de poder aceptar y promover semejante situación. Él decía que se había europeizado. El vecino y Sophie se acostaron 49 veces, sin suerte. Martín entonces le exigió que se hiciera un test de fertilidad o que le devolviera su dinero. Al vecino también se le estaban complicando las cosas en su casa, así que decidió hacerse el test, demostrar su capacidad de reproducción, echarle la culpa a Sophie, quedarse con el dinero y terminar con todo el trámite. Pero el test le dio negativo. El vecino le devolvió el dinero a Martín, echó a su esposa y a los hijos de quién sabe quién de la casa, conectó una manguera al caño de escape de su Volvo, metió el otro extremo de la manguera en la cabina y se sentó frente al volante, con el auto en marcha. Todo el asunto me pareció un gran tema de novela, así que lo escribí y publiqué el libro en una editorial pequeña. Pagué la edición, claro, y la distribución en todo el país. Me aseguré de que el libro llegara al sur.
Volví a saber de Julia cuando me escribió un email. Había leído mi novela y estaba indignada porque yo le había puesto de nombre Julia a la esposa del vecino. En ese mismo email me enteré de que vivía en Puerto Madryn y que buscaba nuevas maneras de vivir el amor, o algo así. Me pareció despreciable, me indigné, y le quité crédito a todas sus palabras, que además me parecían mal escritas. Julia decía algo sobre las maneras acostumbradas, sobre las maneras comunes, sobre lo conocido. Se había alegrado al ver mi novela en una librería, pero se había decepcionado al leerla. Me recomendaba pensar, mirarme hacia adentro, tal vez hacer terapia. Me pasaba el teléfono de un terapeuta que ella había conocido en Puerto Madryn y que ahora vivía en Córdoba. Él podría aconsejarme a alguien. “Obviamente no espero que vayas con Manuel”, me decía Julia en su email. No quería que yo lo tome a mal, pero Manuel podría ayudarme, indicarme la persona adecuada para hacer una buena terapia. Ella y Manuel habían vivido juntos dos años. ¿Le había enseñado él que sí, que era posible vivir de otra manera? Se habían separado en 2005.
Manuel me escuchaba con un gesto de incredulidad y asombro y odio. Sos un hijo de puta, dijo. Se tomó la cabeza, ocultó su rostro.
-¿Julia está muerta?
-Muerta muerta. A diez metros bajo tierra en un cementerio parque de Puerto Madryn. Me avisó su hermana, por teléfono, hoy a la mañana. Cáncer.
Nos quedamos en silencio. Durante tres años habíamos hablado tanto. Pero nunca de Julia. Y ahora Julia era una muerta, un fantasma, un cuerpo pudriéndose en la tierra. No sabíamos nada más, si había muerto sola, si había vuelto a ser feliz, si había encontrado algo en Puerto Madryn. Nada. Le pregunté a Manuel por qué la había dejado, pero me respondió que Julia había tomado la decisión.
“Se había cansado de bailar conmigo”, me dijo.