La señora Rodríguez dispuso en la mesa la vajilla de visitas mientras vigilaba con el oído que el agua no hirviera. Se aproximó a la puerta del baño del departamento y le preguntó a Mora si prefería azúcar o miel. Desde adentro del tocador, Mora escuchaba los pasos de la señora Rodríguez como si fuera la percusión exigua de una caravana circense. Azúcar, señora.
La anciana le pidió que le dijera Queta. Cuando Mora salió del baño, le explicó la historia del sobrenombre. Acá en Madrid todos me dicen Queta. A mí me fascina, imaginate, cambiar de nombre a los 65.
Queta había llegado a Madrid 20 años atrás. Una de sus nietas había crecido a la vuelta de la casa de Mora y se hicieron amigas. Después dejaron de verse, pero mantuvieron algún contacto. Cuando Mora decidió viajar a España, la nieta de la señora Rodríguez fue la única persona a la que se le ocurrió acudir. Le preguntó primero si conocía a Omar, si conocía a alguien más o menos cercano a Omar. Cuando supo que no, le pidió la dirección de la abuela. Necesitaba un lugar para dormir la primera noche. Después ya habría encontrado alguna solución.
Queta sirvió el té y comenzó a preguntar. Encantada de recibir visitas, pero sobresaltada por la urgencia de Mora, sus gestos fluctuaban entre la amabilidad y la indagación. Sin embargo, como un líquido que finalmente encuentra una pendiente, la anciana interrumpió su merodeo con un diálogo directo.
De qué te estás escapando, nena.
Yo no creo que escape.
Mora estaba convencida de que no escapaba, de que viajar no era un medio. Sentía incluso la necesidad y la dificultad de aceptar un destino sin destino.
Esa idea de que una tiene que encontrar un hombre o una familia, ¿de dónde viene?
¿No querés tener hijos?
No quiero cambiar algunas cosas. Tener hijos te cambia.
Queta se incomodó. Acaso la falta de rodeos que había propuesto se le había vuelto en contra, y ahora preferiría la duda y no la certeza. O la duda y no el temor. ¿Debía cambiar de tema, comentar como todas sus amigas latinoamericanas las expectativas que despertaba, por ejemplo, la primera presidenta mujer en Chile?
Mora se le adelantó.
¿Usted por qué se vino?
Esmelda se había ido con su marido a México en junio del 76. Diez años después el señor Rodríguez subió a una silla para cambiar una lámpara del descanso de la escalera. Estaba solo en la casa. Trastabilló, cayó por varios escalones. Quedó tirado en el piso durante horas, balbuceando el nombre de su mujer. En el Hospital Inglés el anestesista se excedió en la dosis, o el señor Rodríguez estaba muy débil. La señora Rodríguez se fue a España, sus hijas, en cambio, eligieron a la Argentina.
El señor Rodríguez había sobrevivido a dos enfrentamientos contra los militares argentinos, y había encontrado la muerte de una manera tan absurda que todo México se volvió insoportable para Esmelda. Insoportable como su nombre. Cuando llegó a Madrid pidió a sus conocidos que le dijeran Queta.
Mora escuchó la historia mientras tomaba el té. No pudo evitar un pensamiento inquietante: si seguía así jamás enviudaría, o peor aún, sería una viuda perpetua. Una mujer que ha dejado a sus muertos en distintos puntos del mundo. Una mujer que incluso no necesitaría enterarse de la muerte de quienes la hacían ser una viuda.
Yo estaba enamorada de Rodríguez.
¿Le decía así, ‘Rodríguez’?
Sí. Siempre lo llamé por el apellido. ¿Vos, nunca te enamoraste?
Mil veces.
¿Y qué pasó?
Eso. Me enamoré mil veces. Voy a enamorarme mil veces más.
Queta levantó la mesa y acompañó a Mora hasta el cuarto de visitas. Le mostró las fotos. El señor Rodríguez, las dos hijas, los nietos.
Mora reconoció a su amiga en las primeras
La cuarta foto de la pared que enfrentaba a la ventana la dejó pálida, como si una máquina industrial oxidada le hubiera absorbido de repente toda la sangre. En una postal amarillenta, su amiga cordobesa posaba junto a su madre, su tía, una niña más y dos niños. La niña debía de ser la prima, y uno de los niños, el tercer nieto de Queta. El otro era rubio, estaba arrodillado y abrazaba a un perro. Mora se acercó para ver mejor, incrédula y agitada. Al perro le faltaba una pata.
(continuará)