RELATOS

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Amarillo X

In Amarillo, Relatos on octubre 31, 2008 at 5:30 pm

La señora Rodríguez dispuso en la mesa la vajilla de visitas mientras vigilaba con el oído que el agua no hirviera. Se aproximó a la puerta del baño del departamento y le preguntó a Mora si prefería azúcar o miel. Desde adentro del tocador, Mora escuchaba los pasos de la señora Rodríguez como si fuera la percusión exigua de una caravana circense. Azúcar, señora.

La anciana le pidió que le dijera Queta. Cuando Mora salió del baño, le explicó la historia del sobrenombre. Acá en Madrid todos me dicen Queta. A mí me fascina, imaginate, cambiar de nombre a los 65.

Queta había llegado a Madrid 20 años atrás. Una de sus nietas había crecido a la vuelta de la casa de Mora y se hicieron amigas. Después dejaron de verse, pero mantuvieron algún contacto. Cuando Mora decidió viajar a España, la nieta de la señora Rodríguez fue la única persona a la que se le ocurrió acudir. Le preguntó primero si conocía a Omar, si conocía a alguien más o menos cercano a Omar. Cuando supo que no, le pidió la dirección de la abuela. Necesitaba un lugar para dormir la primera noche. Después ya habría encontrado alguna solución.

Queta sirvió el té y comenzó a preguntar. Encantada de recibir visitas, pero sobresaltada por la urgencia de Mora, sus gestos fluctuaban entre la amabilidad y la indagación. Sin embargo, como un líquido que finalmente encuentra una pendiente, la anciana interrumpió su merodeo con un diálogo directo.

 

De qué te estás escapando, nena.

Yo no creo que escape.

Mora estaba convencida de que no escapaba, de que viajar no era un medio. Sentía incluso la necesidad y la dificultad de aceptar un destino sin destino.

Esa idea de que una tiene que encontrar un hombre o una familia, ¿de dónde viene?

¿No querés tener hijos?

No quiero cambiar algunas cosas. Tener hijos te cambia.

Queta se incomodó. Acaso la falta de rodeos que había propuesto se le había vuelto en contra, y ahora preferiría la duda y no la certeza. O la duda y no el temor. ¿Debía cambiar de tema, comentar como todas sus amigas latinoamericanas las expectativas que despertaba, por ejemplo, la primera presidenta mujer en Chile?

Mora se le adelantó.

¿Usted por qué se vino?

Esmelda se había ido con su marido a México en junio del 76. Diez años después el señor Rodríguez subió a una silla para cambiar una lámpara del descanso de la escalera. Estaba solo en la casa. Trastabilló, cayó por varios escalones. Quedó tirado en el piso durante horas, balbuceando el nombre de su mujer. En el Hospital Inglés el anestesista se excedió en la dosis, o el señor Rodríguez estaba muy débil. La señora Rodríguez se fue a España, sus hijas, en cambio, eligieron a la Argentina.

El señor Rodríguez había sobrevivido a dos enfrentamientos contra los militares argentinos, y había encontrado la muerte de una manera tan absurda que todo México se volvió insoportable para Esmelda. Insoportable como su nombre. Cuando llegó a Madrid pidió a sus conocidos que le dijeran Queta.

Mora escuchó la historia mientras tomaba el té. No pudo evitar un pensamiento inquietante: si seguía así jamás enviudaría, o peor aún, sería una viuda perpetua. Una mujer que ha dejado a sus muertos en distintos puntos del mundo. Una mujer que incluso no necesitaría enterarse de la muerte de quienes la hacían ser una viuda.

Yo estaba enamorada de Rodríguez.

¿Le decía así, ‘Rodríguez’?

Sí. Siempre lo llamé por el apellido. ¿Vos, nunca te enamoraste?

Mil veces.

¿Y qué pasó?

Eso. Me enamoré mil veces. Voy a enamorarme mil veces más.

Queta levantó la mesa y acompañó a Mora hasta el cuarto de visitas. Le mostró las fotos. El señor Rodríguez, las dos hijas, los nietos.

Mora reconoció a su amiga en las primeras

La cuarta foto de la pared que enfrentaba a la ventana la dejó pálida, como si una máquina industrial oxidada le hubiera absorbido de repente toda la sangre. En una postal amarillenta, su amiga cordobesa posaba junto a su madre, su tía, una niña más y dos niños. La niña debía de ser la prima, y uno de los niños, el tercer nieto de Queta. El otro era rubio, estaba arrodillado y abrazaba a un perro. Mora se acercó para ver mejor, incrédula y agitada. Al perro le faltaba una pata.  

(continuará)

Amarillo IX

In Amarillo, Relatos on octubre 31, 2008 at 10:55 am

 

 

Art work from In Rainbows

Art work from In Rainbows

 

 

Como un sueño recurrente, cada vez que Lola había imaginado que se desnudaba frente a otro hombre la película se detenía en el broche del corpiño. Algo le prohibía seguir, o le entorpecía la continuidad de su fantasía. Una incomodidad propia de una prenda que le molestó desde que comenzó a usarla, uno o dos años antes que el resto de sus compañeras de colegio. ¿Cómo sería mostrarle sus pechos a un hombre que no fuera Martín? Martín la conocía, y el esplendor amoroso de su mirada se había transformado con el tiempo en una indiferencia cómoda. Lola podría pasearse desnuda frente a Martín sin que el hecho significase nada, sin lograr que Martín abandonara su concentración en el arreglo de algún electrodoméstico. Pero ahora estaba frente a Niels, frente a un cuerpo extraño. Estaba sentada encima del pubis de Niels y podía sentir la erección del inglés, y como si fuera por primera vez testigo de una tormenta de tierra, comprobaba que podía reconocer cada elemento, el viento, la tierra, pero no el conjunto, la tormenta. Con sus manos en el broche del corpiño recordó por un instante las primeras semanas de clase del quinto grado, la escapada a la plaza de Alta Córdoba, la transparencia de la camisa blanca, alguna broma de los chicos del Corazón de María, y a su hermano. 

¿Por qué venía el recuerdo de su hermano a perturbarla antes de hacer el amor con el segundo hombre de su vida? ¿Por qué tenía esa imagen en la cabeza? 

Mientras Niels jadeaba y le acariciaba las piernas y la cola, y jugaba con los bordes de la bombacha, Lola estaba en otro lado y en otro tiempo, junto a sus compañeras de colegio, su hermano, y el amigo de su hermano. Una tarde común, que se había vuelto extraordinaria por el espectáculo piadoso del perro de tres patas del amigo de su hermano. Un animal agradecido y cariñoso, palpitante como un corazón con taquicardia. Acaso la ausencia de su pata contenía una formidable ansiedad de movimiento, y por eso el perro parecía a punto de estallar. Y su dueño, Gastón, era el único que no había hecho ninguna broma sobre el flamante, incómodo corpiño que la madre de Lola le había obligado a usar. 

Extraviada en esos confusos recuerdos, Lola olvidó la importancia que le había dado a esa especie de nuevo himeneo en el que se había convertido, por acción de sus fantasías y su monogamia, la penetración a cargo de un hombre que no fuera Martín. Lola iba y venía de la plaza a su cama, y en uno de los regresos notó que Niels ya estaba adentro, que su pija ardía, que se sentía como si se estuviera metiendo entre las piernas un objeto inanimado y caliente. Gastón. Dijo. No quiso emitir ningún sonido, pero el nombre de Gastón salió de su boca de la misma manera que el agua brota de una vertiente renovada.  

La última vez que había visto a Gastón bailaban lentos en Molino Rojo. Y esa escena era la que ocupaba su cabeza mientras Niels tocaba sus pechos y corría el corpiño que Lola no había terminado de desabrochar. El perfume de Gastón, la remera, la espalda de Gastón. El preludio que Gastón pergeñaba para llegar a besarla, los movimientos torpemente disimulados, la aproximación de su rostro. Lola lo había dejado llegar muy cerca, pero detuvo el ímpetu del chico en la comisura de sus labios. Nunca supo explicarse siquiera a sí misma por qué lo había hecho, aunque la versión de que aún no era el momento no era del todo insatisfactoria. Gastón no insistió. Dejó de bailar, volvió con su grupo de amigos, pidió una cerveza impostando la madurez que un chico de 14 años cree que corresponde a uno de 18, y buscó a otra chica para bailar. 

Niels tenía la sensación de estar acostado junto a una muñeca sexual, una piel que no ofrecía resistencia pero tampoco participaba del acto, un adorno hermoso pero insuficiente. Lola estaba en otro lado y en otro tiempo, y cuando vio que Niels acababa intentó fingir un gemido, o dar una señal de vida, y después se sintió terrible. Pensó que tendría ganas de llorar, pero no era tristeza ni arrepentimiento lo que la atravesaba, ni mucho menos culpa. Estaba estupefacta, como fascinada, y se dejó llevar por una sensación extraña: el cuerpo desnudo y cansado que tenía a su lado era el de Niels, pero ella había hecho el amor con Gastón. Sonrió, sorprendida por la posible maldad de sus especulaciones. ¿Sería una infidelidad acostarse con un muerto?

Amarillo VIII

In Amarillo, Relatos on octubre 29, 2008 at 10:01 am

La emoción que el contacto con el cuerpo de Lola había llevado a Niels a beber menos de la cuenta, como si su consumo habitual de cerveza hubiera sido reemplazado, durante la noche de la fiesta en casa de Angie, por otra sed acaso insaciable. Lola bailaba con una cadencia que le recordaba ciertamente algunos movimientos corporales de Polly, pero lo más intenso de ese baile era su promesa de novedad, la exquisita suavidad de la piel de Lola y un perfume arrebatador. Niels se sentía a merced de una mujer, nuevamente, y en la intimidad de su cuerpo ese renacimiento adoptaba la forma de una erección imposible de disimular. 

Lola simplemente se dejaba llevar, atraída por el lenguaje torpe de Niels, sus movimientos medidos, su corrección a punto de estallar. Porque ese chico estaba a punto de estallar, Lola se daba cuenta, e involuntariamente pero sin resistirse, jugaba a manejar ese entusiasmo. Como si hubieran puesto un juguete inglés en sus manos, o una materia moldeable que ella estaba convirtiendo casi sin hacer nada en un pene descomunal. Alterada por la trama de esa historia y de ese baile, por la insistencia de Niels en cambiarle el nombre, y también por algunos movimientos que le habían permitido confirmar que su compañero de baile estaba excitadísimo, decidió dejarse llevar por su propio impulso de artesana, y fabricar a partir de esa situación su primera infidelidad, su evento de rebelión. 

Niels usaba un lenguaje híbrido, una mezcla de su inglés londinense y el español que había aprendido de Polly. Su propia, única lengua, no lo dejaba en paz: cada palabra que pronunciaba tenía  la huella de Polly, pero él insistía en sobreponerse. Al fin y al cabo Polly lo había abandonado, y él había cruzado el mundo para buscarla, para saber al menos qué hacer con la ropa y los libros que esa mujer argentina, divertida y sexualmente incomparable había dejado en la casa con la promesa de volver en dos o tres meses. Niels la había esperado, primero, el tiempo prometido. Luego, sin preocuparse demasiado, unas semanas más. Después comenzó a llamarla, sin éxito. A escribirle, también sin respuestas. El padre de Polly tampoco le decía nada, sólo que Polly estaba bien. Que estaba bien, y que había dado expresas, firmes instrucciones de no dar más información que esa. Niels había decidido entonces viajar a la Argentina y buscarla. Tomó clases rápidas e inútiles de español, pero demoró en salir, con la secreta esperanza de que Polly regresara. Dos años después de despedir a Polly en una estación del Heathrow Express, tomó el tren hacia el aeropuerto, primero, y el avión a Buenos Aires, después. 

Llegó a Córdoba en septiembre de 2007. Un calor insoportable, asfixiante. La búsqueda de Polly comenzó en la casa del padre, a la que llegó por ayuda de la guía telefónica. El hombre se había mostrado amable pero firme en su decisión de respetar el pedido de la hija, y Niels no obtuvo precisiones, aunque sí un abrazo sospechoso, un gesto que le hizo dudar de que Polly estuviera en esa ciudad sofocante. Como si el padre de Polly hubiera traducido una información vital a un idioma corporal. Niels continuó buscando, ignoró el alerta. 

Salía por las noches con la esperanza de cruzarla, de verla de repente. 

Iba a fiestas, a recitales, a muestras de arte, a presentaciones de revistas. 

A cada persona que conversaba con él, le contaba su periplo, su delirio romántico. En el imaginario de sus interlocutores la imagen de Polly adoptaba la forma de una monstruosidad insensible. 

Se dio cuenta de que su aventura conmovía especialmente a las mujeres, y mientras bailaba con Lola puso en práctica, con la agresividad de un goleador de fútbol, su estrategia.

Amarillo VII

In Amarillo, Relatos on octubre 28, 2008 at 4:45 pm

Le expliqué al dermatólogo que mi piel se había puesto amarilla por acción de una mujer, pero la sonrisa condescendiente que le despertó mi comentario me terminó de convencer de que un consultorio médico no era el lugar en el que debería estar. Como un cono que se abre, esa mínima revelación se extendió desde el consultorio a la ciudad, al país, al continente, y a cualquier parte del mundo que no fuera Londres. 

Pero yo no podía viajar. Mientras el dermatólogo me recetaba dos pomadas y me explicaba una posología irrealizable me perdí en una sospecha: ¿me dejarían abordar un avión con la piel amarilla, o también el personal del aeropuerto sonreiría condescendientemente ante mi explicación?. 

El médico tenía el diario del día sobre el escritorio. El asesinato de Marta había vuelto a ocupar la portada, gracias a un identikit del supuesto asesino. El dibujo era tenebroso y al mismo tiempo tosco y chistoso, y parecía más el rostro de un reptil que el de un ser humano. El dermatólogo se dio cuenta de que yo le prestaba más atención al diario que a su receta y comentó algo sobre la noticia, en un intento poco cortés de retomar el protagonismo en su consultorio. Me dijo que conocía a la víctima. Que cuando se enteró se sintió muy mal, que había sido compañero de colegio de Marta y que le debía una visita a su casa, que Marta siempre insistía en que fueran, él y su familia, a conocer la casa y los perros. No le dije que yo también la había conocido, porque no quise extender la conversación. Quería irme de allí, desvanecerme.

 

No podía saber si Roma ya se había enterado de la muerte de Marta. Intenté varias veces llamarla a Londres, pero me cansé de la voz metálica de su contestador automático. Le escribí, pero jamás respondió. Al principio me reanimé con la esperanza de que Roma no hubiera encontrado las palabras para responder la noticia de una muerte, otra más en el historial de sus viajes. Una noche en casa me había contado que las muertes que había llorado habían ocurrido mientras ella estaba fuera del país. Su hermano, Brasil. Su perro Negro, Londres. Los aviones de vuelta se le habían convertido en una caravana fúnebre sobre las nubes. Pero la deserción comunicativa de Roma se estaba prolongando demasiado. Entonces tuve miedo de que el regreso a la casa y a los brazos de Niels la hubiera convencido de algo parecido a borrarme de su mapa, o peor aun, a tacharme de su mapa como a un lugar al que ya viajó, o como a una tarea ya cumplida. Ese temor de agenda me hizo verme más oxidado. Más transformado en un mueble viejo de hierro de la era industrial, la puerta de un horno de fundición, un metal antiguo y dañado por la corrosión. 

 

Estaba viva: yo podía saber que Roma estaba por lo menos viva porque la casa de su padre no lucía dañada por alguna tragedia reciente. El hombre seguía su rutina laboral con la misma sonrisa de dentífrico que yo le había conocido la tarde en que Roma decidió confesarle que, pese a las ridículas advertencias paternales, estaba viendo a un chico. Por teléfono, el padre de Roma había entablado una particular amistad con Niels, en breves conversaciones durante las que ponía a prueba sus clases de inglés de principiante y comentaba las noticias del mundo como si jugara a ser el locutor de una radio para niños o enfermos mentales. Le molestaba, entonces, imaginar al pobre Niels como un cornudo, pero más le molestaba la posibilidad de que esas conversaciones tan prácticas corrieran, por culpa exclusiva de la topografía banal de mi existencia, peligro. El padre de Roma había estudiado los titulares de la versión on line del Times para recitarla en el teléfono, y estaba entusiasmado con la idea de enseñarle a su yerno la pronunciación correcta del nombre de Evo Morales, pero ¿cómo podría ocultarle a Niels la aberración de la que estaba siendo testigo? Roma lo calmó con cierto desprecio, y su argumento más contundente fue una pregunta: ¿cómo podrías, con tu inglés de mierda, explicarle esta aberración?

Lo volví a ver tres veces más, durante las últimas dos semanas argentinas de Roma. ¿De qué hablarán, ahora? ¿Habrá sabido de mí el yerno perfecto, el inglés? ¿Comentarán mientras hablan del mundial de fútbol de Alemania que fui menos que un problema, una falsa alarma? ¿Roma escuchará a su inglés reírse como un hijo adoptado? 

Recordé uno de mis regalos de despedida para Roma: una suma exacta de las horas que habíamos pasado juntos en todo ese verano, desde que nos conocimos, 246. Antes de que el auto de su padre arrancara y la llevara al aeropuerto, leyó el detalle, la descripción de cada actividad, 30 noches, y una frase afectada al final, una oración mal escrita en la que juraba ser capaz de morir a cambio de la hora 247. Roma me despidió con un beso inolvidable, me tocó el pecho, el abdomen, la pija. Lo último que me dijo fue ¿Cómo negarme a tanta matemática?

Amarillo VI

In Amarillo, Relatos on octubre 27, 2008 at 5:03 pm

Cuando llegó a contar cien vetas en la madera del techo, Mora sintió que su insomnio era irremediable. Se incorporó despacio, de acuerdo a un cálculo intuitivo de los ruidos y movimientos que despertarían a Omar. Le gustaba esa casa, el techo de madera, el nombre de Omar. Le gustaba llamarse Roma, para él, en el cuaderno azul y en cualquier papel en el que Omar escribiera. Se había sorprendido a sí misma en el disfrute de esperarlo en la casa tras el horario de oficina: había adquirido en pocos días una mano hábil en la preparación de climas, y había logrado sorprenderlo siempre, como un arma de carnaval infalible. Era la trigésima noche que pasaban juntos y era la primera vez en que el agotamiento del sexo no le producía un profundo sueño. De hecho, no lograba recordar la última vez que había tenido insomnio en la Argentina.

Salió al patio, descalza. El contacto de las plantas del pie con el piso le recordó con la velocidad de una droga inyectable una caminata al costado del río, en la prehistoria de una familia con la que el tiempo y la muerte habían hecho algo parecido a lo que hizo la tierra con los dinosaurios: la habían desaparecido, borrado, convertido en materia viscosa y pesada. Mora corría junto a su hermano, y ambos desoían con alegría irreverente las alertas de la madre. Chapoteaban, intentaban esquivar el agua salpicada con la secreta pero evidente esperanza de ser mojados. Cuando vieron al Negro se conmovieron instantáneamente. Era un cachorro, aparentemente abandonado, o perdido, visiblemente asustado. Tenía sólo tres piernas, y eso le imprimía a su andar una mezcla oscura de torpeza, gracia y lástima. Su pelo les dictó su nombre, lo adoptaron con la confianza de que sus padres no podrían negarse, con la certeza infantil de que un acto humanitario no debería ser reprendido ni evitado, y esa seguridad fue la que más pesó en la resolución del destino del Negro. El perro vivió 17 años, murió mientras Mora vivía en Londres y la noticia de su muerte había sido una especie de gota que colma un vaso. Mora pensaba ahora en los tamaños de sus vasos colmados. En Niels. En la promesa de volver. Imaginó a Niels condenado a escuchar un disco de Mano Negra por toda la eternidad. Volvió a convencerse, con la seguridad que dan los argumentos inevitables, de que lo mejor era no explicar nada. Cualquier explicación sería una mentira. Pensó en vasos y lugares. En vasos cada vez más chicos.

Omar despertó por acción de un pánico que había cruzado las fronteras entre los sueños y la realidad. Una sensación que había comenzado a tomar forma en un sueño extraño, deforme, de cuyo argumento Omar sólo podría asegurar que incluía a Roma de una manera muy cruel, como un fantasma. En algún momento del sueño Roma no estaba más, y en su lugar había una procesión de personajes que en la historia de Omar habían estado asociados al miedo. Roma no estaba. Por acción de un músculo solidario con la fantasía, Omar había estirado, aún dormido, un brazo hacia la parte de la cama en la que habría debido estar Roma. Pero Roma tampoco estaba. Bajó las escaleras, fue al patio, y la encontró dormida sobre el césped, de costado y de espaldas al sol, cruzando los brazos como si estuviera abrazando a un perrito.

La casa está construida sobre una montaña, y el patio es el resultado de un relleno de terreno: es un patio y un balcón al valle.

No quiso despertarla de inmediato. La visión de ese cuerpo le promovía una emoción de éxtasis, y desde algún ángulo Roma podía parecer el horizonte, con el sol detrás, como un paisaje cursi pero hermoso e imponente. Omar sintió cómo el pánico primitivo se volvía ahora una materia aérea, levísima. Se aproximó e intentó acomodar su cuerpo a la posición de Roma. Se acostó al lado, y recibió al mismo tiempo el frío del césped húmedo en la pierna, el torso y los hombros, y el calor del sol en la espalda.

No te vayas, le dijo, convencido de que esa frase inútil es siempre el origen de todo lo contrario a su sentido, pero también persuadido de que Roma dormía, y no lo escuchaba, o lo escuchaba en sueños. No vuelvas a Europa, no te vayas.

(Continuará)

Amarillo V

In Amarillo, Relatos on octubre 24, 2008 at 11:28 am

Gracias a un grupo de bailarines desmedidos, la fiesta se estaba transformando en un espectáculo alegre en el que Lola se sentía una actriz de reparto repentinamente encargada de una misión clave. Martín se había quedado en la casa, obsesionado con la reparación de un televisor viejo. Al principio, el cariño de Martín por el aparato le pareció un detalle simpático, una excentricidad entrañable. Cuando se mudaron juntos a la casa aún en construcción, discutieron levemente acerca del lugar que ocuparía el televisor, y unos meses después la soberana preocupación del marido por mantener en funcionamiento ese inútil Hitachi la exasperaba. Sin embargo, había decidido no hacer nada, o limitar la expresión de su descontento a las charlas con Omar, el hombre amarillo. Pero Omar no estaba en la fiesta, y su ansiedad narrativa se vio tan frustrada como la idea, cultivada en semanas previas a la celebración, de repetir aquel baile de la fiesta del sector de embalajes. Una idea que desconcertó a Lola durantes varias noches, cuando en el estado de confusión previo a dormirse imaginaba que el cuerpo tibio que la rodeaba no era el de Martín sino el de su compañero amarillento, y que en el momento en que Martín decidió quedarse a reparar el televisor devino en una fuerza desconocida, un nerviosismo que la hacía temblar y fumar, y que le recordaba insólitamente al frenesí infantil de algunos jueguitos sexuales con su primo del campo, veinticinco años atrás. 

Pero Omar no estaba en la fiesta: su cuerpo de robot oxidado, al que ya estaban todos acostumbrados, no rompía la monotonía cromática de los cuerpos que bailaban en el living de la casa de la secretaria. 

 

Ángeles prefería que le llamaran Angie, e incluso en horas de trabajo usaba por lo menos una palabra en inglés por oración: al principio podía resultar chocante, pero con el tiempo Angie lograba hacerle saber a su interlocutor que su particular manera de hablar era la consecuencia lógica de su trato cotidiano con extranjeros. Se había casado con el dueño de un hostel, y después del divorcio su exmarido le cedió el edificio y el negocio a cambio de que ella no hiciera uso de su extraordinaria capacidad de escándalo. Sola, con dos empleos, había encontrado el equilibrio emocional en el ahorro invernal y los viajes de verano. Y, a punto de irse nuevamente, había organizado una fiesta con sus compañeros de oficina, sus amigos, y los ocasionales ocupantes de las habitaciones del hostel. 

La música retro ayudaba a transformar la nostalgia en alegría y Angie parecía disfrutar mucho de pasear su breve vestido entre la gente. Véanme blanca for the last time, decía. Y prometía volver de Filipinas tostada y brillante. A Lola le divertía la descomunal esperanza que tenía Angie en la acción del sol como combustible espiritual, y la siguió con la mirada, entre la gente. De pronto se descubrió, sorprendida, exaltada: la espalda de Angie le había provocado un inesperado arrebato de deseo. La belleza de esa espalda la había conmovido al punto de imaginarla como una cascada, y de esa figuración pasó a otra que le pareció aun más atrevida, en la que ella misma se bañaba desnuda en las aguas de la espalda de Angie. Cuando terminó de armar en su cabeza esa postal sintió un temblor en las piernas y un ligero calor en el vientre, primero, y en el pubis, después. Perturbada, atribuyó el instante a las copas de Bailey’s que había tomado acaso demasiado rápido, pero no terminaba de equipar su explicación de los argumentos necesarios para evitar su alboroto cuando Angie la interrumpió. 

Los primeros segundos de la conversación fueron incompresibles para Lola, pero en cuanto logró captar el hilo entendió que la anfitriona de la fiesta quería presentarle a un hombre, uno de los huéspedes. Angie insistía en que debía aprovechar su noche de soltera y el retorno a la libertad que eso significaba. Lola podía sentir el olor a alcohol que salía de la desprolija boca de la secretaria, e involuntariamente le apoyó la mano en la espalda. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, no la retiró, y de la misma manera en que se había  comportado con Omar, usó a la amistad como excusa para tocar esa piel blanquísima y suave, irresistiblemente suave. Angie quería presentarle a un hombre de unos treinta años, un inglés que había viajado a la Argentina en busca de una mujer que lo había abandonado. ¿No es tierno?, repetía la secretaria, conmovida por la historia que ella misma estaba contando. Niels apareció por detrás de Angie, con dos copas de Bailey’s, y en un español rudimentario invitó a Lola a bailar. La había observado intensamente, y en la adoración de sus curvas había conseguido por primera vez en dos años dejar de pensar en Polly. Excitado en partes iguales por esa ausencia y por el cuerpo de Lola, esperó una canción apropiada y le propuso a su compañera de baile un cambio de nombre. 

(Continuará)

Amarillo IV

In Amarillo, Relatos on octubre 23, 2008 at 1:45 pm

La lectura habitual de las noticias ha hecho de mí un hombre indiferente al drama humano. Íntimamente creo que les pasa a todos los que ven más de cuatro horas de noticieros en la televisión, o escuchan la radio, o leen el diario, pero hace años que dejé de sacar leyes generales. Sin embargo la nota principal de la página de policiales me dejó la impresión de que una corriente de viento polar me estaba transformando en la veleta imposible de un iglú. 

Los ladrones ingresaron por la pared del patio, de alguna manera controlaron a los perros, forzaron la puerta. Estaba oscuro, aunque Marta había dejado la luz del baño encendida. 

Yo sabía que Marta siempre dejaba la luz del baño encendida: le tenía miedo a la oscuridad. Había crecido en un hogar sobreprotector, y una sucesión de problemas motrices la había condenado a un exceso de cuidados por parte de su madre. Vivió en la casa materna hasta recibirse de abogada con el mejor promedio de su promoción. Con la herencia de su padre compró una casa en Villa Allende, arrebatada e ilusionada por la irrupción de verdes plantas aromáticas en el patio, y por la posibilidad de, por fin, tener perros. Al poco tiempo, la casa le resultó enorme y terrorífica. Más por tener alguna compañía que por cuestiones económicas, puso una de las habitaciones en alquiler, y en pocos días admitió como huésped a Mora. 

Mora escapaba sin bullicio de la casa de su padre y no quería gastar dinero en alquilar un departamento completo. Estaba ahorrando porque había decidido viajar a Europa, dejarlo todo, comenzar de nuevo. Incluso quería cambiar de nombre. 

En la foto del diario reconocí la fachada de la casa: Roma me la mostró durante un paseo en mi auto. Ahí, señaló, en esa casa viví antes de irme a Londres. Yo hice un gesto de cariñosa comprensión de un entusiasmo imposible de compartir, aunque un kilómetro más tarde le propuse regresar y saludar a la dueña de casa. Se pondría contenta de verte, le dije. 

Así conocí a Marta. Tomamos mate en el patio, y a Roma le conmovió reencontrarse con los perros. Los acarició y jugó con ellos al punto de generar en mí un insólito acceso de celos, la incomodidad de descubrir en una escena ajena la misma mecánica que hacía estremecer mi espalda. Marta conversaba tan amablemente que llegué a tener la certeza de que recibía pocas, poquísimas visitas. La galletitas que sirvió para acompañar el mate parecían haber estado esperando por años la llegada de alguien. 

Ahora su casa estaba en la página de policiales, su nombre no aparecía en ningún lugar, pero la nota decía que el robo había concluido con una víctima fatal, una mujer sobre una silla de ruedas. 

 

(Continuará)

Amarillo III

In Amarillo, Relatos on octubre 22, 2008 at 11:00 am

No se trataba en absoluto de algo que ella pudiera definir como una infidelidad, aunque en algunos arrebatos cada vez más frecuentes de culpa, a Lola se le había entorpecido la propia explicación, para sí misma, ni siquiera para Martín, de lo que sucedía con Omar en la oficina. Una serie de monerías cómplices, un trato acaso demasiado gentil, la seguridad de una atracción condenada a un silencio escandaloso. Omar era el primer hombre más o menos cercano por el que Lola había sentido algún cosquilleo después de Martín, y ese cosquilleo se traducía en una sensación pecaminosa, la representación más patente de una traición después de 14 años de pareja estable con Martín el único, el primero. 

Se pusieron de novios a los 16. Ambos iban a colegios religiosos, y se habían educado en la represión imperfecta de los deseos que resulta de concurrir a edificios atestados de seres del mismo sexo. En una fiesta de primavera intercambiaron los datos mínimos y Martín comenzó a esperarla a la salida de las Mercedarias, bicicleta en mano, cigarrillo en boca, y la torpeza y la energía de un tren de carga.

Martín estudió y se graduó en la facultad de ingeniería, y al poco tiempo comenzó a trabajar en la fábrica de su padre. Lola estudió en un instituto privado una carrera ligada a los recursos humanos y entró a la oficina de administración de personal de una metalúrgica. Planearon primero la compra del terreno, y luego la casa: con la precisión de un plan de guerra, Martín había dibujado un paisaje futuro que a Lola le gustaba simplemente aceptar o colorear. 

Cuando Omar ingresó a la oficina, no cambió nada: un chico más, bastante común, parece aburrido, le había dicho a Martín. Sin embargo en pocas semanas ese empleado nuevo se había transformado en materia recurrente de sus sueños, y la auténtica frialdad de su trato inicial, parecida a la indiferencia de un psiquiatra acostumbrado a tratar con suicidas, había variado hasta convertirse primero en un desapego tan impostado que tornaba evidente su verdadero sentido, y luego, con la excusa de una amistad consolidada en tiempos urgentes, en una camaradería amable y colosal. En el límite de lo permitido, Lola frenaba a veces su cara en el saludo habitual para que la boca de Omar encontrara un destino sorpresivo mucho más cerca de su propia boca, o forzaba las excusas para cualquier tipo de contacto corporal. 

El empleado nuevo seguía y alimentaba el juego, aproximaba su cuerpo al de Lola en los pasillos, exageraba galanterías y había llegado incluso a inventar un tono lo suficiente irónico como para que sus piropos no fueran tomados en serio, pero también lo suficientemente robusto como para que esas frases mimosas pasaran de largo sin dejar aunque sea la huella de una inquietud erótica. Esa mecánica histérica era un pretexto, casi una bendición, para que Omar dispusiera de la voluntad necesaria para asistir a la oficina de lunes a viernes y depusiera por fin su reticencia al cumplimiento de horarios. 

Y Lola había reencontrado en las sílabas espesas de los mensajes de Omar la sensación de provocar el deseo de los demás, la terrible dulzura de atraer a un hombre hasta los límites de lo permitido. 

Durante una fiesta organizada por el sector de embalajes, ambos habían podido incluso bailar mientras Martín conversaba con los técnicos mecánicos, y en ese baile mínimo habían dejado que el alcohol y el ritmo de la música acercaran aun más sus cuerpos, se rozaran, y las manos y los brazos se permitieran por fin un exiguo pero intenso paseo por pechos y cinturas. Lola había sentido en esos roces la excitación de una novedad, el aire denso de un calor interno que creía, si no olvidado, por lo menos relegado y desprovisto del encanto del misterio. 

Pero ese día de abril Omar había entrado rápido y amarillo y se había sentado en su escritorio sin besarla, por primera vez sin besarla. Y no había dicho nada. Como un robot inútil, o la resaca de un mobiliario industrial, estaba sentado y ámbar, un hombre oxidado, una piel que parecía despojada de su humanidad. 

 

(Continuará)

Amarillo II

In Relatos on octubre 21, 2008 at 9:29 am

Niels puso un disco de Mano Negra para que su mujer le explicara las letras en español. Durante unas semanas fue un ejercicio travieso, un preludio inquieto para un revolcón. Le excitaba particularmente que Polly hablara en ese idioma tan cálido y al mismo tiempo poco musical. 

La había bautizado Polly por la canción que sonaba en el Starbucks cuando se miraron por primera vez: Niels sostenía una traducción de Pasollini y Polly bebía un Terraza blend. Los dos tarareaban la canción y ambos coincidieron también en moderar la pequeña euforia que se provocaban mutuamente, en un breve e intenso simulacro de indiferencia que parecía gritar desenfrenadamente el lado opuesto de los gestos. Polly había aprendido de sus viajes que dejar pasar una ocasión como aquella sería un gesto de soberbia, algo así como creer que una misma persona puede ser objeto de más de un hermoso golpe de azar por década, o imaginar que la casualidad tiene tiempo suficiente para porfiar en una sola persona hasta cambiar finalmente su vida (no lo supo en el momento de despegar del aeropuerto de Córdoba: de hecho, se había sorprendido de no sentir nada extraño al salir, como si la decisión que había tomado se hubiese naturalizado más allá de las propias expectativas. Lo supo, sí, al llegar a Londres. Pasaría la noche con el primer inglés que le cambiara el nombre).

Polly le explicaba las ambigüedades del idioma en un lenguaje incompleto, cuya versión final terminaba de delinearse con las mímicas de un discurso amoroso y sensual, los aleteos de su lengua cerca del cuello blanquísimo de Niels, las incursiones ligeramente obscenas de su mano entre las piernas vigorosas del hombre que había sabido cambiarle el nombre y el destino, transformarla primero en una canción y luego en la melodía de una novedad, convertir la resaca de su insatisfacción argentina en el brillo urgente de un motor recién lustrado. 

Voy a escuchar este disco todos los días, hasta que vuelvas, dijo, convencido, y mientras lo decía se figuraba por primera vez sin Polly, por primera vez desde hacía ya tanto tiempo, en un departamento tan amplio que podía llegar a ser monstruoso. Polly no pudo evitar sentir una ternura primitiva, una sensación parecida a la de abandonar a una mascota en el borde de un río. Lo besó mientras se sacaba el pantalón, la bombacha, la remera. 

(Continuará)

Amarillo

In Amarillo, Relatos on octubre 20, 2008 at 3:31 pm

Como a los muebles viejos de hierro de la era industrial, la despedida de Roma me había dejado en el cuerpo una pátina irrepetible, una acumulación de manos de pintura y óxido, un color ambarino.

Se había bautizado Roma por un anagrama simple, un juego de palabras con nuestros nombres y la sensación de que todo lo que pasaba entre nosotros tenía que ver con esas cuatro letras y sus combinaciones botánicas, geográficas y sentimentales. 

Sus llamadas, infrecuentes, milagrosas, comenzaban siempre con una risita incontenible: del otro lado del mundo yo tenía la dulce impresión de que esos sonidos ahogados eran la evidencia de una emoción incontenible. Sus llamadas eran lo opuesto de nuestros encuentros, bestiales, tenaces. Cuando se fue me dejó el color de los muebles viejos de hierro de la era industrial, un óxido único que comenzó a ejercer sobre mi piel un efecto similar al del sarro sobre los dientes, con más problemas estéticos que sanitarios: simplemente me convertí en una especie de robot en desuso, el resto de un naufragio en una ciudad sin mar. 

Esa palidez, esa extraña sensación de decoloración y herrumbre, fue el más visible de los efectos y el primero en manifestarse. Lo noté frente al espejo retrovisor del auto, una mañana sin gracia mientras el locutor de la radio daba cuenta de resultados deportivos que no tenían nada que ver con mi percepción del mundo, reducida por efecto de la melancolía a un censo nulo, una encuesta sin respuestas, una ciudad sin habitantes. En el trayecto hacia la oficina recordé que no me había peinado, que había salido de casa apenas con lo socialmente indispensable para el trámite usual. Entonces me miré al espejo y me vi, amarillento como la compuerta de un horno de fundición. 

Estudié los últimos movimientos, todos acostumbrados e insignificantes, como el estribillo de una canción pop. Nada fuera de lo común, aparte del olvido capilar: me había bañado como cada día, me había afeitado, y había cumplido con casi todos los pasos de mi rutina de aseo, al ritmo de las noticias del amanecer. Me había masturbado sin pena, sin gloria, sin emitir sonido alguno. Había desayunado el mismo café importado, fuerte. Había pensado en Roma en cada uno de esos ejercicios. No había variaciones respecto de cualquier otro día del calendario desde la despedida, una sensación monótona semejante a la de un día después de una fiesta impar. 

Y sin embargo mi piel parecía cubierta por una película de tonos ámbar, y mi rostro había adoptado en algún momento entre dos espejos el aspecto metálico y añejo de una chapa abandonada. 

Llegué a la oficina y evité dar explicaciones, pasé rápidamente a mi escritorio, por primera vez sin besar a mis compañeras de trabajo. Al sentarme me di cuenta de que no había dado explicaciones porque no las tenía, porque para mí mismo esa irrupción pajiza era un misterio. Ninguna de mis funciones vitales había sido afectada, por lo menos de acuerdo a un rápido repaso que me mostró capaz de mirar, tocar, orinar y mantenerme erguido. Se trataba, por el momento, sólo de una cuestión superficial, y por lo tanto cumplí el horario laboral con una eficiencia regular, sin dejar que la coloración extraña de mi piel entorpeciera mi concentración. 

Hacia el mediodía reemplacé el almuerzo con el intento de una llamada telefónica. El aparato me devolvió la repetición de un tono y la voz de androide de un buzón de mensajes, al igual que en los últimos intentos que había hecho, semanas atrás, por comunicarme con Roma. 

 

(Continuará)