Hay algo en el desencanto de la mujer de las mermeladas que la convierte en un objetivo inevitable de mis ojos. El rastro del llanto me hace notar que no lleva maquillaje –o que, si algo cubre las imperfecciones de su rostro, no es una máscara de polvos sino el resultado de los años–. Atribuyo a mi abrupto exceso de vino el exceso lírico y fácil de mis apreciaciones, pero me guardo ese juicio para más adelante, para cuando, si todo sale bien, tenga que buscar temas de conversación antes de dormir.
La hija sabe lo que quiere: no deja que mi copa se vacíe. Soy lo más parecido a un joven en toda la cena, ella se vuelve a Madrid en dos semanas, su ex novio argentino la vio en la calle y no deja de mandarle mensajes de sms con versiones melindrosas de un mismo insulto. Quiero hablarle de su madre pero le pregunto qué hace en Madrid. Escucho “dice mi mamá que te la lleves a tu casa”, pero en realidad me está diciendo que cursa una pasantía en El País. Sonrío porque sé que ahora viene la matraca de que en Europa todo es distinto.
-Allá todo es diferente.
-Me imagino que sí.
-Es otra cosa.
La comida es sabrosa y picante, y hay una batalla de aromas en mi boca, que se suma a la sed que me da la serie de escotes madre e hija, cuatro pechos casi idénticos. Quiero que la conversación derive hacia alguna manera de que la madre participe, y en el recorrido de esa obsesión dibujo un gesto arriesgado. Le pregunto a la madre si ahora que la hija vive en España ella se ha quedado sola, o si hay más hijos, o un esposo, o si, insisto, está sola en la casa de San Marcos.
Cuando está por contestarme le alcanzan un álbum de fotos, un cuaderno ajado que se interpone entre mi deseo y su cuerpo sorprendente. Al principio lo tomo como una desgracia, pero después me acerco a ver las fotos con ella y aprovecho para oler su perfume.
En las fotos aparecen varios de los invitados a la cena, y también mi amigo anfitrión: todos aparecen jóvenes, y el blanco y negro les delega un aura de muerte preciosa. Sonríen, bailan, discuten. Las fotos y el cuaderno son de décadas distintas, pero comparten el deterioro que resulta de esconderse. Algo similar pasa con los invitados, y cuando lo percibo me siento desconsiderado y adolescente. Toda la noche pensando en tetas.
El perfume es dulce y es encantador. Reconozco la marca: sobre la piel de otra mujer me había hecho perder la cabeza. Me guardo el dato para cuando vuelva a estar cerca de la oreja de la madre. Cuando me siento, mi copa de vino está llena otra vez y la hija me mira como para contarme cosas de España. Quiero decirle cortala con España, pero me sale un contame más, ¿dónde vivís, en un apartamento?
¿Por qué dije “apartamento”? ¿Por qué le pido que siga hablándome de un país al que no viajaré jamás, sólo por el cansancio que me provocan estas conversaciones con los exiliados del 2001?
-Vivo con unos amigos de mi mamá. En la misma casa en la que ella vivió cuando se fue en el ‘77.
La madre, gloriosamente, interrumpe.
-¿Están hablando de mí?
-Me pasaría un año hablando de vos.
En realidad le digo que sí. Quiero decirle que me pasaría un año hablando de ella, pero le digo nada más que sí. Cuando se acomoda en la mesa para participar más cómoda de la conversación, sus pechos se aplastan contra el borde y después retoman su redondez, se exquisita firmeza. Hago fuerza para mirarla a los ojos, a pesar de que mis pupilas parecen gritarme teta teta, pero es peor. Es mucho peor: los ojos de la madre me producen el mismo efecto que los conjuntos de Mandelbrot de Peitgen y Richter, o que el riff inicial de I might be wrong. Como si una corriente de aire frío erizara mi piel. La erección es inmediata, torpe, atroz.
-¿Pleasures, de Estée Lauder?