RELATOS

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Los Ideales | parte 2

In Los ideales, Relatos on julio 17, 2008 at 4:09 pm

Hay algo en el desencanto de la mujer de las mermeladas que la convierte en un objetivo inevitable de mis ojos. El rastro del llanto me hace notar que no lleva maquillaje –o que, si algo cubre las imperfecciones de su rostro, no es una máscara de polvos sino el resultado de los años–. Atribuyo a mi abrupto exceso de vino el exceso lírico y fácil de mis apreciaciones, pero me guardo ese juicio para más adelante, para cuando, si todo sale bien, tenga que buscar temas de conversación antes de dormir.
La hija sabe lo que quiere: no deja que mi copa se vacíe. Soy lo más parecido a un joven en toda la cena, ella se vuelve a Madrid en dos semanas, su ex novio argentino la vio en la calle y no deja de mandarle mensajes de sms con versiones melindrosas de un mismo insulto. Quiero hablarle de su madre pero le pregunto qué hace en Madrid. Escucho “dice mi mamá que te la lleves a tu casa”, pero en realidad me está diciendo que cursa una pasantía en El País. Sonrío porque sé que ahora viene la matraca de que en Europa todo es distinto.

-Allá todo es diferente.
-Me imagino que sí.
-Es otra cosa.

La comida es sabrosa y picante, y hay una batalla de aromas en mi boca, que se suma a la sed que me da la serie de escotes madre e hija, cuatro pechos casi idénticos. Quiero que la conversación derive hacia alguna manera de que la madre participe, y en el recorrido de esa obsesión dibujo un gesto arriesgado. Le pregunto a la madre si ahora que la hija vive en España ella se ha quedado sola, o si hay más hijos, o un esposo, o si, insisto, está sola en la casa de San Marcos.

Cuando está por contestarme le alcanzan un álbum de fotos, un cuaderno ajado que se interpone entre mi deseo y su cuerpo sorprendente. Al principio lo tomo como una desgracia, pero después me acerco a ver las fotos con ella y aprovecho para oler su perfume.

En las fotos aparecen varios de los invitados a la cena, y también mi amigo anfitrión: todos aparecen jóvenes, y el blanco y negro les delega un aura de muerte preciosa. Sonríen, bailan, discuten. Las fotos y el cuaderno son de décadas distintas, pero comparten el deterioro que resulta de esconderse. Algo similar pasa con los invitados, y cuando lo percibo me siento desconsiderado y adolescente. Toda la noche pensando en tetas.

El perfume es dulce y es encantador. Reconozco la marca: sobre la piel de otra mujer me había hecho perder la cabeza. Me guardo el dato para cuando vuelva a estar cerca de la oreja de la madre. Cuando me siento, mi copa de vino está llena otra vez y la hija me mira como para contarme cosas de España. Quiero decirle cortala con España, pero me sale un contame más, ¿dónde vivís, en un apartamento?
¿Por qué dije “apartamento”? ¿Por qué le pido que siga hablándome de un país al que no viajaré jamás, sólo por el cansancio que me provocan estas conversaciones con los exiliados del 2001?

-Vivo con unos amigos de mi mamá. En la misma casa en la que ella vivió cuando se fue en el ‘77.
La madre, gloriosamente, interrumpe.
-¿Están hablando de mí?
-Me pasaría un año hablando de vos.

En realidad le digo que sí. Quiero decirle que me pasaría un año hablando de ella, pero le digo nada más que sí. Cuando se acomoda en la mesa para participar más cómoda de la conversación, sus pechos se aplastan contra el borde y después retoman su redondez, se exquisita firmeza. Hago fuerza para mirarla a los ojos, a pesar de que mis pupilas parecen gritarme teta teta, pero es peor. Es mucho peor: los ojos de la madre me producen el mismo efecto que los conjuntos de Mandelbrot de Peitgen y Richter, o que el riff inicial de I might be wrong. Como si una corriente de aire frío erizara mi piel. La erección es inmediata, torpe, atroz.

-¿Pleasures, de Estée Lauder?

Los ideales | parte 1

In Los ideales, Relatos on julio 15, 2008 at 8:23 pm

Me invitan a sentarme donde quiera pero los lugares libres son tres. La mesa parece a punto de desbordar de comidas y botellas de vino tinto. La invitación más interesante  viene de la mirada intensa de una mujer, que levanta una de las botellas y hace ademán de servirme vino en la copa que corresponde al lugar vacío que quedó al lado de su hija. Que se junten los jóvenes, dice. Yo escucho: “si tuvieras veinte años más”, pero ella dice “que se junten los jóvenes”.
Acepto porque no sé decir que no, pero también porque no hay mucho para decidir, y definitivamente porque la mujer es tan atractiva como su mirada, y está vestida como si en los ’70 hubiera sido la mujer más linda de la Argentina.
La hija es parecida, pero la relación entre sus bellezas es la que hay entre el encanto propio del mar y la gracia de una playa que se forma por efecto de ese mar. Y acaso lejos de su madre la chica ni siquiera sea tan linda, como una playa sin agua es un desierto.
Igual brindo por la juventud, les sigo el juego: madre e hija abandonan conversaciones previas y hacen preguntas rápidas: ¿viniste solo?
Íntimamente celebro el giro que han dado estas reuniones de amigos mayores, pero no por la presencia de la chica de 26, periodista, de izquierda. Por la mujer de 52, fabricante de mermeladas en San Marcos Sierras, artesana, desencantada.
Las dos tienen no la misma camisa pero sí el mismo escote: como si la hija hubiese heredado además del gesto preciso de la sonrisa de la madre, la manera en la que la tela cae sobre los pechos redondos, firmes, notablemente erguidos.
No puedo dejar de mirar las cuatro tetas en fila y supongo que ellas se dan cuenta y por eso se ríen: ahora mismo tengo 14 años y la mujer es mi profesora de gimnasia con pantalones ajustados, la amiga de mi tía desnuda en un almanaque de gomería y la empleada de un amigo agachándose a estrujar el trapo de piso. Una antología torpe,  grosera y biográfica del erotismo pasa por mi cabeza hasta que alguien propone un brindis para homenajear al anfitrión de la cena, que cumple 64 años, que parece fracasar en su intento de disimular el portaviones de imágenes que se le vienen a la cabeza.
Yo sigo pensando en escotes de madre e hija. No puedo conmoverme, aunque disimulo un gesto complaciente para el brindis. Un clima solemne se instala en la mesa, yo escucho “tocámelas, dejá de mirarlas y tocámelas” pero la mujer recita un breve poema épico de algún primer justicialismo y todos levantamos aún más las copas. 
Entonces cruzamos miradas, la hija y yo. Quiero decirle que me gusta la madre, la madre, pero no digo nada. O lo que digo es tan ambiguo que es peor que nada.
Brindan por el juicio a Menéndez. La euforia de la mesa es una lluvia breve de vino tinto en gotas que manchan el mantel y la camisa de la mujer, gotas de vino sobre los pechos redondos y firmes de la mujer de las mermeladas.
Íntimamente me pregunto quién será mi Menéndez, cuando llegue mi turno, pero la reflexión es un relámpago débil, insignificante. La hija me toca la mano para pedirme un cigarrillo y me hace señas para que la acompañe a fumar al patio.
–Van a cantar la marcha peronista.
–No traje encendedor.
Cuando salimos al patio los escuchamos con ternura y cierta cómoda idiotez. Fumamos como si nos resultara indiferente y hablamos de New Order, de Beck, de música para patios. A los de adentro los une una marcha, a nosotros un cigarrillo mal fumado. Cuando volvemos a entrar hay algunos invitados secándose las lágrimas. La madre nos quiere explicar que es inevitable, yo escucho “quiero que me chupes las tetas”, pero ella dice “todos los años pasa lo mismo”.