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María / parte 8. Final.

In María, Relatos on junio 29, 2008 at 3:08 pm

Parte 1Parte 2Parte 3Parte 4Parte 5 – Parte 6Parte 7

Cuando llegué a casa tenía la inquietud de haber matado al animal pero también la decepción de que ese momento no había significado una revelación. Frente a frente, cerdo moribundo y hombre no éramos nada más que una postal ligeramente cómica de la ruta que une la ciudad y mi estrepitosa, flagrante soledad. La trivial sensación de que podría haber muerto en ese accidente menor, de que las vueltas que dio el auto podrían haber acabado conmigo si la casualidad hubiera puesto un árbol en el trayecto alocado que dibujaron las ruedas, me generó un insomnio ridículo. Logré dormirme bajo la acción de unos fármacos que terminaron de completar el lamentable cuadro de la madrugada. María va a casarse y ese ni siquiera es el problema. Mariana va a salir conmigo, probablemente nos acostemos, nos desnudemos simulando entusiasmo y nos usemos, de la misma manera en que un fabricante de armas usa el plomo para construir un desastre del que no dejará de sentirse víctima.

María va a casarse y ese no es el problema. Al día siguiente de chocar contra el enorme cerdo suelto en la ruta la miré detenidamente y tuve una sensación novedosa: mi amor era incondicional porque era la clase de amor que tampoco significa nada, el opaco resultado de una educación sentimental orientalista para principiantes. María me gusta, me excita, pero lo que yo creía que era amor, si alguna vez había habido amor, ya no estaba, se había mudado a un barrio desconocido y en su lugar había llegado, para quedarse a vivir, un afecto indiferente, una versión benigna del desprecio, lo que queda cuando una cortina de humo se desvanece. Podía mirarla sin desearla, o mejor aún, podía desearla sin amarla, sin que su espalda cambie el mundo ni el día, ni la música habitual de la oficina. ¿Se me había pasado? ¿Me había curado como quien ingiere un antibiótico?

Le conté mi choque con el chancho y en un momento de empatía me tocó el brazo. Pensé que unos días antes ese acto me hubiera estimulado a escribirle con el sensacionalismo de los poetas adolescentes. Pero ahora, por motivos que sólo podía atribuir al cansancio de la situación, a una imposibilidad simulada en lo inevitable de un matrimonio y en lo aparentemente definitivo de una elección sexual que no nos incluía ni a mí ni al resto de los hombres del mundo, la mano de María sobre mi brazo era lo mismo que el chancho atropellado en la ruta, lo opuesto de una revelación.

La mayor parte de mi vida transcurre tal como quisiera escribirla y no como quisiera vivirla. Por eso le pido que no me toque el brazo. En un ejercicio cruel e insignificante le pido que no me haga más difícil la situación, como si mi amor fuera verdadero y como si su brazo pudiera dificultar algo. Algo. Entonces me mira, se detiene en mis ojos. Tengo para mí que se da cuenta de que ya no es lo mismo, y que por primera vez se hace evidente que la distancia entre nosotros se mide en los términos  de una mentira. Podríamos haber cogido y estaríamos en este mismo punto de desolación, lo que había no estaba. Lo que había era una leyenda escrita sobre las rayas de su remera. Si era probable que yo jamás dejara de amarla, esa probabilidad descansaba sobre la ilusión de un relámpago. Me doy cuenta de que seguiré tratándola como cuando descubrí la cantidad exacta de lunares en su pecho, pero eso no significará nada. En el fin del sentido, una muerte no cambia nada.

Alice Munro me atiende con voz amable y logro una entrevista amena pero no extraordinaria. Me dice lo mismo que ya le había leído en otras entrevistas, a pesar de que me esforcé en generar otro tipo de preguntas. Hacia el final de la conversación le digo que a veces me siento un miserable personaje de sus cuentos. Eso la sorprende. Me pregunta por qué. Le digo que se trata de una cuestión estética. Creo que me las arreglo para que las cosas que me importan terminen siendo un buen cuento y no una buena vida. Además creo que construyo un destino, que controlo las fuerzas que marcan el rumbo de mi vida, que al fin y al cabo dentro de lo que puedo ser soy, ahora, algo mucho más aproximado a lo que quiero. Pero en realidad las poderosas, inevitables fuerzas del destino ponen un chancho perdido en medio de la ruta una madrugada de invierno. Alice hace silencio. Calculo que es su forma de pedirme que termine la llamada. Le cuento, por último, que fue por cuentos suyos que logré resolver problemas como los que tenía con mi padre. Ella sigue en silencio.

Marcos salió con Luciana: se gustaron, se acostaron. Cada uno de ellos me dice, por separado, que no volverán a verse.  Que está todo bien, pero para qué insistir. A Marcos, la aventura le ha dado un extraño convencimiento de que quiere vivir cerca de su hija. Nos juntamos a comer en el bar en el que trabaja Mariana. Le cuento los detalles del choque. La conversación esquiva a las mujeres como si fuera un diálogo entre dos aspirantes a monaguillo, hasta que Mariana trae la pizza y con un gesto desafiante me pregunta si vamos a salir o no.

Me río, me siento poderoso. Mariana y yo abrimos un juego urgente y disfrazamos el consuelo de la carne con las telas de una atracción fatal. De un rápido vistazo veo tres lunares en el escote de su uniforme.
-Claro que sí. Estoy loco por vos.
-No se nota.
-Estoy disimulando.

María / Parte 7

In María, Relatos on junio 15, 2008 at 9:30 pm

Descuidado y negligente, subí las escaleras hacia la oficina sin pensar en Marie más que como un medio para que Alice Munro me tomara en serio, algo como decirle a la escritora que la estaba buscando de acuerdo a una recomendación de la embajada canadiense. Pensé que esas cosas podrían hacer más amable una conversación bilingüe y viciada por mi extrema simpatía hacia su obra.

Sin embargo al final de la escalera no encontré un teléfono sino la espalda perfecta de María. No era el momento ideal para ese encuentro. No después de verla en la foto del diario. No después de estar dos días adentro de una mujer que quise que fuera una aproximación a ella. Se me ocurrió que podría evitar mirarla pero también supe que no podría hacer ninguna otra cosa. Cuando se dio vuelta la progresión en la que su rostro apareció ante mis ojos muy abiertos fue la historia mínima de una revelación: la belleza de María podía nacer de su imposibilidad y del hecho inexorable de que va a casarse con una mujer, pero también era cierto que esa belleza superaba la circunstancia, la débil articulación que ese rostro podía tener con la actualidad de mi biografía.

–Sos muy linda.
–¿Qué fue esa llamada? ¿Estás bien?
–Sos muy linda, te cases o no, te hamaques conmigo o no.
–Gracias. Me voy a casar. ¿Me viste en el diario?

Durante la jornada laboral me ocupo de que una de mis amigas salga a cenar con Marcos. Pago el favor de su cochera con una mujer amable, divertida, soltera y de culo increíble. Marcos me había preguntado por qué, si Luciana era tan impresionante –él uso esa palabra, yo primero la discutí, luego la acepté– yo mismo no había salido con ella. Le respondí que la razón principal era un afecto a prueba de sexo. No se trata de que no nos acostamos para no arruinar una amistad: no nos hace falta acostarnos, y acostarnos no cambiaría nada, nada. A veces puedo dejar pasar el sexo si sé que no cambia nada, nada. Marcos me dice que estoy cada día más pelotudo y tiene razón. Después me recuerda que dentro de dos días tengo que ver a Mariana, la moza del bar.

Llamo un par de veces al número canadiense que apareció en mi celular pero nadie atiende. El tono del teléfono es la música de un desencuentro.

María me trae una carpeta de papeles inútiles: la usa como excusa para acercarse a mi escritorio y pedirme que por favor no vuelva a llamarla a esas horas de la madrugada. Me dice que la pongo en una situación difícil. Acepto, me disculpo y le prometo no volver a poner evidencia que estoy loco por ella. Voy a disimular por años. Ella sonríe y se va. Le miro la espalda, la cola, las piernas. Se da vuelta repentinamente y me sorprende, por enésima vez, con los ojos puestos en ella, desesperadamente buscando habitación en el edificio de su espalda. Pienso que va a retarme con un gesto, pero vuelve a sonreír y hace que me tiemblen las rodillas, que un escalofrío ridículo y levemente incómodo me haga sentir que estoy hecho de una materia blanda, esponjosa y frágil, lo contrario de un árbol petrificado.

¿Apuesto a enamorarme de Mariana y que eso de alguna manera resuelva el inconveniente María, el impedimento que tiene las letras del nombre de María en todo lo que entorpece la sucesión del día? Hay en la mezquindad ridícula de ese pensamiento caprichoso una utopía singular que no deja de movilizarme. Es una versión grotesca del clavo que saca a otro clavo, un recurso de ahogado. La posibilidad de que Mariana sea igual o mejor que María es una payasada, pero ahora dependo de esa ridiculez, como si toda la arquitectura que había construido alrededor de la legitimidad de un amor que no dependiese de la posibilidad se estuviera desmoronando. De las ruinas de un momento de debilidad sale entonces un hilito de voz.

No he vuelto a casa, mi ropa es la misma que tiré en la silla al lado de la cama de Marie, pero incluso así cometo el error de privilegiar mi urgencia emocional.
–Pensaba en adelantar la cita… dos días más y me muero.
–No puedo. Trabajo en el bar hasta tarde.
–Te espero hasta la hora que sea.
–Tenés la voz de un payaso. Esperá dos días, buscame el sábado.

No quiero esperar, pero Mariana tiene razón. Marcos también. Y María. Todos tienen razón y yo soy un error manejando a 120 kilómetros por hora. La ruta a mi casa está en arreglo. Primero me llevo por delante un cartel de precaución y después un cerdo descomunal. Después del impacto piso el freno, alcanzo a poner también el freno de mano, el auto da una vuelta sobre un eje que me atraviesa hasta el piso, y queda de frente a las luces lejanas de Córdoba, de espalda a los pueblos que me faltaban recorrer hasta mi casa.  El chancho quedó tirado al borde del asfalto. Con las luces altas alcanzo a ver que su monstruoso cuerpo ensangrentado aún se mueve de acuerdo al ritmo de una respiración dificultosa.

María / Parte 6

In María, Relatos on junio 11, 2008 at 9:42 pm

Parte 1Parte 2Parte 3Parte 4Parte 5

Leí algunos cuentos en inglés, sobre la cama de Marie. Yo le llevaba el libro de cuentos en español: comentamos, desnudos y gloriosos, los extraordinarios giros que Alice Munro escribe sin ninguna marca extraordinaria. Marie tenía el único aroma de un shampoo: no usaba ninguna otra loción en el cuerpo, y su sudor era inodoro e insípido, gotas de agua que hacían leve el cuerpo del que nacían, como si Marie estuviera hecha de alguna materia parecida a la de las nubes de tormenta. No separamos nuestros cuerpos hasta que le pedí, 32 horas después, que me preste la computadora para escribir cien veces el nombre de María.

Marcos me llamó para saber cómo me había ido. Le conté los detalles que podrían interesarle: Marie tiene conocimientos de sexo oral que me han sorprendido por sus posibilidades, y es dueña de un culo formidable, generoso, caliente. Y habla en francés.
–Sin embargo estoy escribiendo cien veces el nombre de María.
–Eso es porque sos un pelotudo.

Entonces me convierto en un árbol petrificado. Miro a Marie caminar desnuda por su casa, me detengo en los pocos detalles imperfectos de su cuerpo. Su preocupación por mí se ha traducido, además de la serie imposible de gestos amables en la cama, en una compilación de objetos comprados: un libro imposible, pan lactal, fiambres, queso untable y una botella de Beefeater. Me ha estudiado: logró resumirme en una naturaleza muerta que espera en la mesa que dejemos de coger. Soy un árbol petrificado y Marie se posa en algunas de mis ramas más frágiles. No podría sostenerla más allá de este fin de semana.

Marcos me dejó guardar el auto en su cochera. Cuando vuelvo a Córdoba, hago tiempo en un bar para no despertarlo a la madrugada. En el bar leo las noticias y me detengo, por casualidad, en la triste página de fotos sociales. Hay una foto de María en la inauguración de una tienda de objetos tecnológicos. La abrazan sus amigos y su novia, pero en el pie de foto no se asignan roles, sólo hay nombres, y ningún otro comienza con M. En la foto se ven dos de los lunares que María tiene en el pecho. La mano de la novia tapa el tercero. Tienen cara de haber bebido apenas más allá del punto exacto que divide la elegancia de la exuberancia. Mi ropa aún huele al shampoo de una mujer que se llama parecido a todas las mujeres que ahora son María bajo el brazo de una novia ebria y feliz.

Quiero rehacer la lógica de esta sensación: la foto no me entristece ni me provoca nada de aquello para lo que una educación sentimental forjada en historias simples y trágicas me ha preparado. Entonces soy lo contrario de un árbol petrificado, tomo el teléfono celular y llamo a María, la despierto, despierto a su novia, tras su voz áspera se oyen los ruidos desgraciados del departamento.

–¿Qué pasa?
–Estoy a dos cuadras de tu casa, frente a una plaza con hamacas. 
–Son las siete de la mañana… ¿qué te pasa?
–No sé. La mayor parte de mi vida transcurre tal como me gustaría escribirla, y no como me gustaría vivirla. Me gustaría escribir que te invité a hamacarnos una mañana antes de que te cases.
–Me caso el mes que viene.
–Bueno. Pruebo otro día, entonces.

Probablemente haya sido la conversación más estúpida que tuve. Pero me convenzo de que eso ya no importa. Voy a buscar el auto, saludo a Marcos y manejo a la oficina. Me gustaría escribir que acelero, que logro desdibujar los contornos del resto de los autos, que en el fragor de la carrera las huellas de las ruedas quieren dibujar la espalda de María pero dibujan la de Marie. Una canción de PJ Harvey que se llama This mess we’re in me hace llorar y freno. Una superposición de planos se resuelve en el horizonte interrumpido de la avenida Colón. Edificios habitados por mujeres que se llaman María se desploman y se incendian y se vuelven a levantar. El deseo y el amor son ahora por fin una forma de silencio, pero al mismo tiempo la música está tan fuerte que no escucho el teléfono celular. Cuando llego al trabajo veo en la pantalla que el aparato ha registrado seis llamadas perdidas. Cinco son de Marie. La otra es un número canadiense.

María / Parte 5

In María, Relatos on junio 9, 2008 at 2:10 pm

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Marie me estaba esperando en la plataforma. Algunas conversaciones telefónicas nos habían ahorrado el trámite hostil de conocernos y evaluarnos. Bajé, nos dijimos hola y nos besamos como si yo fuera el novio soldado que vuelve de la guerra. No sé qué habrá pasado por la cabeza de Marie: me gustaría saberlo para escribir mejor sobre ella, sus emociones y la preparación que derivó en uno de los mejores besos que yo recuerde: un sabor híbrido entre el dentífrico, el cigarrillo, un chicle de frutas y un lápiz de manteca cacao.
Habíamos pasado la noche conversando por sms: en las partes de la ruta en las que mi teléfono celular se quedaba sin señal, un nerviosismo adolescente y paranoico se apoderaba de mi mano. Cerca de Rosario toda mi dispersión de mujeres se enfocó en Marie y sus promesas de besarme apenas baje del colectivo, de no darme tiempo a dudar ni escapar. Un colectivo me estaba llevando a 120 kilómetros por hora hasta su boca.

Mi papá me había alentado a que apostara por Marie. Para él, ni María ni Mariana podían ser más fuertes que la atracción por lo desconocido y el acento francés de la secretaria de la embajada canadiense.

–María está por casarse.
–Ya sé. Igual no se me pasa. Me enamoré de ella, no de sus posibilidades de estar conmigo. Es como lo que me pasa con vos: te quiero a vos, y no a tus posibilidades de mejorar mi vida…

No puedo decir que pocas veces he visto llorar a mi padre: con la historia de discusiones domésticas que tenemos, ya no puedo contar las veces que lo vi reducido a un hilito de lágrimas, un dique de tela de araña sosteniendo un océano de odio. El día de nuestro último encuentro lloró apenas, se contuvo, se sonó la nariz y me pidió que lo acompañara a hacer un trámite.

Marie fumaba en la plataforma. La reconocí inmediatamente, como si su voz me hubiera dado las coordenadas precisas de su rostro. Me entusiasmé, sentí una leve taquicardia, escupí el chicle y bajé. Antes de pisar el suelo sucio de la Terminal se me ocurrió que a Marie podría no gustarle nada de mí, y mis primeros pasos hacia ella fueron los de quien se asoma al hueco de un ascensor. Marie sacó el cigarrillo de su boca con un gesto elegante y acaso sobreactuado, me tomó de la nuca, me dijo hola, y me besó poderosamente, primero con los labios, después con la lengua, después intercalando dientes, labios y lengua. Me mordía, me apretaba contra su rostro, y con la otra mano acercaba mi cintura a la suya. Dejé caer la mochila y la abracé. Por un instante pasé mi mano por su cola pero la madrugada porteña me dio pudor y la quité, me preocupé por su espalda y por descifrar la textura de su pelo.

El trámite de mi padre era en Ciudad Universitaria, un lugar al que él no iba desde los ’80 y yo tampoco desde los ’90. Los edificios nuevos y la cantidad de oficinas nos provocaron la misma confusión a ambos: por unos minutos cada frase que comenzábamos era precedida por el circunstancial de tiempo “cuando yo estudiaba acá”. Un empleado nos trató amablemente y nos indicó el edificio correcto. Caminamos por el pasto como dos amigos, pero también como padre e hijo. Lo abracé por el hombro y le dije que me preocupaba tener ya la edad que él tenía cuando ya era mi papá y me llevaba al jardín de infantes a cococho. Le dije, también, que toda mi vida había sido una expectativa discontinua de signos que lo definieran como el mejor papá del mundo y que ahora, por algo que no podía terminar de explicar ni de entender, mi vida era un continuo no esperar nada, y que así estaba mejor. Esperar es un suplicio.

Marie tampoco quería esperar: de retiro a su casa en un 132, y de su casa a su cuerpo, a la versión posible de un sueño porno o de una película de débil argumento. Nos habíamos evitado la espera, estábamos desnudos, excitados, pura piel y novedad, la aventura final de una histeria bilingüe. Marie y su acento francés, Marie y su perfume de la nacionalidad de las aves migratorias. Marie y la sensación de que ninguno de los dos podría creer que aquello podría ser ni para siempre ni para un mes. Un fin de semana enamorado de un rayo de luz que pasa por María y se refracta en los colores de la bandera canadiense. Un rayo de luz que pasa por Marina, por Mariel, por Mara, por Mariela, y se refracta en el color pálido de la piel de Marie. Un fin de semana enamorado de una mujer que tiene un libro de Alice Munro en su biblioteca, The love of a good woman.