Relato en serie. #10 de 10. Capítulo final.
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No me va bien con las rubias: la proximidad del ideal me provoca el vértigo de los que, a punto de saber por fin qué hay del otro lado de una cortina, la cierran. Romina en el principio de la aventura tenía el pelo castaño y acaso por eso me comporté con seguridad. La primera vez que la vi, acompañaba a su madre. Eran dos versiones de una misma imperfección atractiva, algo en sendas maneras de sus bocas convertía el resto del ambiente –un bar en el que yo entrevistaba a una escritora– en algo cotidiano, acostumbrado. Si había una posibilidad de sorpresa, esa posibilidad habitaba las bocas imperfectas de Romina y de su madre. Era una entrevista abierta, un tipo de evento para juntar muy poco dinero, al que me había acostumbrado y que de alguna manera mantenía para beneficio de mi narcisismo. Al terminar la velada fui a saludarlas y una amiga me dijo su nombre. Lo olvidé al instante, pero tres horas después volvíamos a encontrarnos.
En pocos días Romina volvió a su color habitual de cabello: yo ya había pasado más tiempo con la cabeza entre sus piernas que entre cualquier otro elemento. Días salvajemente irresponsables, días de faltar al trabajo, días de usar las piernas de Romina como auriculares. La música de esos días aún reverbera en algunas zonas de mi casa que quedaron marcadas por lo que arrastra un vendaval.
Sorprendido por mi renovada capacidad de olvidar a Mónica, aturdido por la música de las piernas de Romina, mudé a un barrio inhabitado los muebles incómodos del hogar utópico que empezábamos a construir con una materia frágil y al mismo tiempo de apariencia imperecedera: su matrimonio norteamericano, su casa en Nueva York, su pelo rubio.
Nada en el cuerpo de Anita tiene el sabor ni la música de las piernas de Romina. Sin embargo sus imágenes se me confunden. Anita está dormida en mi cama y yo acaricio su espalda sin decir nombres: estoy seguro de que diría el incorrecto. Estudio la sombra que proyecta su cuerpo al interponerse entre el velador y la ventana que da al monte, un camino de curvas que se deforma en las copas de los árboles y retoma su definición sobre la pared. Mientras comenzábamos a besarnos noté en su boca la mueca inconfundible de la decepción: acaso mis labios no eran lo que Anita había imaginado, o el sabor de mi boca, o mi perfume. Pensé de manera insistente en cuál podría ser la razón: un leve pero al mismo tiempo feroz descenso en el ímpetu de su boca me dijo algo que no podía ser dicho pero que tenía que ser sentenciado. Algo que Anita sabía y que no quería evitar, porque estábamos jugando en el tablero de lo inevitable.
No era entonces una decepción, sino la pena que supone confirmar el temor de lo común. De todas formas, fatalmente, abrió sus piernas a lo que tenía que pasar. No fue enérgico, no fue desesperado. Sin la convicción de los amantes demoramos en construir cada uno para sí una ficción de bienestar, socorridos por una carne irracional, y mal educados en la superstición de la plenitud.
No pude hacer nada de lo que mi agenda me imponía: pasé un parte de enfermo que prolongué abusivamente, y me dediqué a estar con Romina, a caminar por el pueblo de su mano, a coger hasta descubrir lo ilimitado de un físico incapaz de jugar un partido completo de fútbol. Una tarde le dije que debería cortar el césped: estaba lloviendo con mucha frecuencia y el pasto podría, en cualquier momento, superar la altura de mi perro. Pero a pesar de que Romina había promovido en mi mascota, a fuerza de un cariño para mí incomprensible, mejoras notables en su comportamiento, se negó a dejarme bajar a buscar la bordeadora. Me invitó, en cambio, a continuar ese viaje con destino incierto, porque cuando viajamos hacia el desastre convertimos el desastre en incógnita. Yo simplemente no quería negarme: sabía que se iría, y acaso esa certeza suspendía mis habituales temores, mi avaricia de gestos. La terrible precariedad que le imponía a nuestro vínculo la fecha de su pasaje de vuelta nos permitió asumir identidades construidas acaso sobre la exageración.
La espalda de Anita Olmos se mueve, dibuja una curva rápida, un gesto que sin anunciar el hecho irremediable tampoco lo oculta. Anita Olmos estaba a punto de irse y sólo evitó el silencio por una tradición de pueblo, una formación en la cordialidad que a mí me resulta tan incómoda como saludar a la familia de un muerto. ¿Qué buscaba, en el fondo de su juego de roles, Anita la hija de Olmos, Anita la de la cicatriz que besé y mordí? Antes de que abriera la boca, su silencio me parecía exquisito, genuino.
–Nunca te pregunté si te gustaban las flores que te traía.
–Algunas más que otras. Aunque escribí sobre todas.
–¿Qué escribiste?
–Un cuento en el que te llamás Anita. Si querés te lo leo.
–No. Mejor no.
Había partes de la ciudad que a Romina le resultaban nuevas: se había mudado a Estados Unidos antes de que el barrio de los estudiantes sumara los museos y la fuente de aguas danzantes. Recorrimos esas novedades con un entusiasmo inédito: no éramos turistas pero evidentemente tampoco éramos vecinos. Cualquier territorio ausente de rótulos claros nos servía de preludio y excusa para la irracionalidad. Frente a una vitrina del Museo de Ciencias Naturales en la que se explicaba la historia del mundo, me adelanté para verla caminar a solas: pasó por cada período geológico con la misma velocidad con la que –y yo a esto lo sabría mucho después, frente a la espalda de Anita Olmos– cambió mi propia historia. Vi a Mónica transformarse en petróleo, en el sedimento apenas traumático de una evolución.
Durante el medio año siguiente, Anita me visitó nueve veces. Siempre con ramos de flores medicinales y algún pan recién horneado. Se acostó conmigo, me desnudó sin la urgencia de los gestos exagerados, y con la alegre convicción de estar curándome de algo. A veces su piel traía el aroma de la harina, otras veces el perfume de oferta en el autoservicio del pueblo. Aprendí a olerla para predecir los efectos que tendría su cuerpo sobre el mío, y a reconocer en los colores de su ropa los mensajes sobre su estado de ánimo y mi futuro. Su padre pasó un mes sin venir, y cuando el pasto comenzó a estar desprolijo simplemente arrasó con él. Hasta ahora ha respetado un pacto implícito que me compromete a dejarle el dinero en la panadería, con Anita. No hablamos más allá de lo necesario.
La visita número 13 fue la última y fue impredecible: minutos antes de que yo saliera hacia el aeropuerto, Anita llegó, sin flores, vestida de azul. No quiso detenerme, aunque en su rostro había un leve gesto de incredulidad.
-¿Qué hacés si allá tampoco te atiende el teléfono?
-No te preocupes.
Cerré la puerta de la casa con llave y se la dejé. Le pedí que el Jonatan no rompiera los adornos, pero el pedido fue absurdo. Me agradeció con un beso dulce, con sabor a una infusión de hierbas.
Ya en el aeropuerto marqué, por primera vez desde hacía seis meses, el número de Romina. Me pregunté si su voz habría cambiado, o su color de pelo, o si en su versión de la historia del mundo los hielos habrían vuelto a cubrir el continente de lo imperdonable.
Un avión despegaba mientras del teléfono salía un ritmo desfasado con mi pulso, un tono pausado que no podía armonizar con la ansiedad de mi sangre. Dos ritmos desencontrados, como si la llamada, y Anita, y Romina, y lo que yo era en ese aeropuerto, estuviéramos en tiempos diferentes.