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Joven

In Relatos, Uncategorized on octubre 8, 2009 at 3:32 pm

Jueves 2 de julio de 2009

Julia está muerta. Me avisaron por teléfono mientras desayunaba. Sobre la mesa de la cocina aún descansa como si también se hubiera quedado petrificado el jugo de zanahorias y naranjas que ocupa tres cuartos del único vaso que sobrevivió de un juego de 12 que nos regalaron a los dos hace 11 años. La sorpresa, el impacto, exagera el simbolismo de las cosas.

Al principio pensé que sería sólo eso: puro impacto. Mi ex esposa, muerta. Una integrante más de la sociedad, con el dato apenas estadístico de haber dormido conmigo durante más de dos mil noches. Me bañé, me vestí sin luto, en el espejo del ascensor me acomodé el cuello de la camisa y en el restaurante no dije nada. Ni siquiera saben que alguna vez estuve casado: pensé que darles la noticia de la muerte de Julia sería mucho más engorroso que doloroso. Hasta las tres y media fue un día normal. Los cuchillos, las tablas, las sartenes: la seguridad de los objetos conocidos.

A las cuatro tenía terapia, como todos los jueves. Cuando llegué a la salita de espera empecé a pensar en lo que le diría a Manuel y comencé a llorar. Fuera de control, mis ojos no dejaban de chorrear y sentí mi cuerpo disminuirse a su expresión más miserable, adoptar la pose fetal de los desprotegidos y desobedecer cualquier orden de decencia,  formalidad o urbanidad. Una mujer se vio obligada a acercarse, tocarme la espalda y demostrarme una solidaridad conmovedoramente inútil. Me cuesta aceptar que esté muerta, muerta como los muertos de la televisión o muerta como mi abuela materna, muerta muerta, a diez metros del césped de un cementerio parque en Puerto Madryn.

Manuel salió del consultorio, despidió a su paciente con una sonrisa e inmediatamente acomodó el rostro a una modalidad de consternación más adecuada a mi llanto. Me hizo pasar y antes de que cerrase la puerta pude la ver la cara de la mujer que me había tocado la espalda. Por unos instantes imaginé que me entendería, que sin necesidad de yo le hablase y le pagase para que me escuche, aquella mujer me entendería. Al fin y al cabo, pensé, esa mujer estaba también en la sala de espera. Algún otro psicólogo conocería la intimidad de su propio desastre. Ella se sentiría frágil y al mismo tiempo segura en el sillón de su terapeuta, más cerca del equilibrio entre locura y normalidad que hace falta para sobrevivir a la ciudad. Esa última imagen me dio bronca y me senté con rabia, haciendo ruido en el sillón. Hice una cuenta rápida: hace exactamente  49 jueves que vengo a terapia con Manuel.

-Julia está muerta.

-¿Quién es Julia?
Jueves 2 de julio de 1992

Tenía que esperar por los lentos. ¿De qué otra manera podría acercarme lo suficiente? Sabíamos que nos íbamos a encontrar en los quince de Celeste, sabíamos que nos habíamos mirado más de lo común, sabíamos todo eso, pero no sabíamos cómo acercarnos lo suficiente. Yo tomaba un trago primavera sin alcohol que había aprendido a pedir después de leer una entrevista a Fito Páez en la 13/20: en esa misma revista había aprendido trucos inservibles para ocultar los granitos y que era mejor usar remera debajo de la camisa, preferiblemente estampada. Me puse la de los Guns, la camisa desprendida, y un falso Guess azul que me apretaba las bolas. Me sentía algo inseguro con la indumentaria, como si alguien pudiera acercarse a denunciar la ilegitimidad de mis pantalones. En mis fantasías de vergüenza, era la misma Claudia Schiffer quien venía con su cuerpo semidesnudo a crucificarme por usar unos falsos Guess. ¿Se habrá dado cuenta Julia de que yo pensaba, con mi primavera en la mano derecha, en Claudia? Lo cierto es que los lentos no llegaban, y el resto de la gente parecía no necesitarlos. Nosotros ya habíamos hablado de Vilma Palma, de lo raro que era salir un jueves, de que por fin estábamos de vacaciones –aunque ninguno de los dos las necesitara realmente-. Rodrigo se acercó a nosotros y con un descaro que envidié profunda y odiosamente invitó a bailar a Julia. Disimulé bebiendo lo que quedaba del primavera. Julia me miró antes de aceptar, y lo interpreté como un pedido de disculpas. Se incorporó y caminaron hacia la pista. De repente tuve la sensación de que todos me miraban y se reían de mí. Bailaron Mano Negra, Violadores, Soda Stereo. Julia se sabía la letra de Cuando pase el temblor y disfrutaba de cantarla casi a los gritos. Cuando saltaba, sus pechos parecían a punto de escaparse del vestido y Rodrigo no podía evitar mirarla. Yo me quedé sentado, un mozo me trajo empanadas y sidra sin alcohol. Maldije a los padres de Celeste y me pregunté si los de tercero A habrían podido ingresar al salón el cajón de cerveza que pretendían tomar. Los busqué, pero cuando los encontré bajaron las luces y comenzó a sonar un lento de Roxette. Me di vuelta, aterrorizado, y busqué a Julia.

Volví a sonreír cuando la vi sentada, sola. Se había cansado de bailar, me dijo.

Pero esto se baila sin saltar tanto… no cansa, le dije.

Cuando me acerqué, sentí más fuerte la presión de los falsos Guess y le rogué a Claudia Schiffer que no explotaran, me arrimé al oído de Julia, a la mejilla de Julia, respiré el aire que ella espiraba, sentí el perfume del Impulse violeta mezclado con el Beldent y la besé.
Jueves 2 de julio de 1998

Me pareció un gesto adorable de su parte: el día que rendí la última materia, Julia me preparó una cena. Obviamente, ella nunca había cocinado para mí. Nuestra convivencia tiene pocas reglas y una de ellas es que yo cocino siempre. Si no traigo a casa lo que cocino en la escuela, preparo alguno de los platos que me hayan enseñado y montamos cada día una mínima farsa como de restaurante propio, una especie de fantasía que deriva luego en que la clienta se olvida de la billetera o se queda sin fondos en la tarjeta de crédito y entonces propone pagar la cena con sexo oral, sexo anal, sexo sobre la mesa.

Durante algún tiempo esa práctica nos excitaba tanto que yo cocinaba ya con una erección indisimulable, y muchas veces en la escuela el olor de la cebolla rehogada me había puesto en una incómoda situación. A Julia también le gustaba que yo le contara sobre esas erecciones y sobre mis esfuerzos por ocultarlas, se reía y al mismo tiempo comenzaba a tocarme y a desvestirse.

Preparó la cena semidesnuda, contra mis consejos sanitarios y de seguridad: el delantal le tapaba el pubis pero le dejaba al descubierto la cola y las tetas. Yo la observaba desde el living, y le pedía algunas poses imprudentes. O me acercaba para guiarla, pero ella me rechazaba y decía que tenía que cocinar sola, sin ayuda. No hay mayor felicidad en el destino de un hombre que descubrir su misión, y la cola de Julia, los pechos de Julia, la cintura de Julia, eran mi misión: veía esas partes del cuerpo con el permiso del delantal y me sentía alcanzado en mi corazón por una emoción indescifrable, cariñosa, pero también violenta y misteriosa. Julia cocinó durante dos horas un pollo que terminó demasiado seco, y sin embargo yo tenía la seguridad de no haber probado en mi vida mejor bocado. No había vértigo en la noche: un concubinato alegre nos había privado de esas sensaciones riesgosas, y sin embargo una impresión algo peligrosa me embargaba, exagerada, sí, pero al mismo tiempo de una exageración que podía resultar insuficiente. Cenamos, cogimos, volvimos a comer y volvimos a coger. Nos acostamos tarde.

Julia duerme desnuda, la calefacción del departamento está al máximo y las ventanas empañadas. Sobre uno de los vidrios Julia escribió que me ama y que bailar conmigo nunca cansa. Debajo de esa ventana están, sin abrir, algunos regalos de nuestro casamiento.

Jueves 3 de julio de 2002

Ayer fuimos al salón en el que nos besamos. Ahora es un supermercado. Calculamos a grandes rasgos algunas distancias y decidimos repetir el beso frente a la góndola de las cremas. Nos reímos de algunos cambios en mi cuerpo: debo pesar 14 o 15 kilos más que hace 10 años. El cuerpo de Julia, en cambio, está más imponente pero igual de delgado, como si se hubiera afianzado o consolidado, como si las mismas curvas que tenía a los 15 años ahora fueran más definidas. Me siento un hombre afortunado cuando la abrazo y percibo la dureza de sus músculos, la forma de su espalda. Es un espectáculo algo ridículo, pero nuestro beso se alarga. Julia tararea Listen to your heart, la canción de Roxette, aunque yo creo que la que sonaba aquella noche del cumpleaños de Celeste era Spending my time. Así que tarareamos dos canciones diferentes y volvemos a besarnos, bailamos mínimamente.

Después cenamos. Martín nos invitó a su restaurante cuando se enteró del aniversario. También nos obsequió un Rutini que yo había estado buscando para mi propio restaurante. Cuando brindamos, Julia comenzó a llorar.

En secreto había cultivado el plan y en secreto se había cansado de nuestra vida de costumbres. Demasiado común, repetía. Los sorrentinos de mi plato quedaron intactos, aunque pude oler la salsa de tinta de calamar y reconocer mi receta. Me prometí agradecerle a Martín su homenaje antes de salir de esa situación infernal, pero en unos minutos la conversación de Julia me depositó en otro lugar.

Se quiere ir al sur. A Puerto Madryn o algo así. Siente que tiene lo que siempre creyó querer, pero no le alcanza. O no es eso, no se trata de que alcance. Se trata de que no se siente viva. Mis reacciones son comunes, ordinarias, y la decepcionan aún más: le pregunto si ya no me quiere, si está viendo a otro hombre. Me dice que está aburrida, que es siempre igual, que su trabajo es rutinario y yo soy rutinario, que mientras atiendo el restaurante ella tiene una vida propia, claro, pero que esa vida no le interesa. Le pregunto si no es feliz. Me dice que no se trata de la felicidad, o por lo menos no de esta felicidad tan… tan… Tartamudea. Busca la palabra, tal vez intente crear un vocablo nuevo, bebe un trago de vino, Tan encajonada.

-¿Encajonada?

-Sí. Acomodada en cajones.

Pienso en la Venus con cajones y veo a Julia atravesada de cajones. Pienso en nuestro dormitorio, en el cajón de mis medias, en el cajón de su ropa interior. Las imágenes me impiden entender lo que Julia está diciendo. Por momentos su llanto es tan copioso que cae sobre el plato.

-¿Cajones?

-Sí. Cajones. Vas a trabajar, volvés, cogemos, dormís, te comprás un auto, me comprás otro a mí, nos vamos de vacaciones a Brasil. Cajones.

No puedo entender qué quiere, y entonces insisto en la tesis del otro hombre.

-No quiero esto, Emanuel.

Mi nombre suena como una explosión o un disparo. Un acento solemne en el final de una tragedia. Hay algo de júbilo en la desesperación de las palabas de Julia. Algo del orden del desahogo. Algo que me atraviesa el estómago. El vino es cálido y delicioso, áspero, corpulento, pero no puedo disfrutarlo.

-Decime la verdad. ¿Estás con otro hombre?

Jueves 2 de julio de 2009

Manuel me escucha pero a veces lee mensajes de texto que le llegan al celular. Yo no puedo parar de hablar. Es la primera vez desde el año 2002 que hablo de Julia. Cuando se fue no di explicaciones a nadie, me concentré en la cocina, en el restaurante, y llegué a mudar algunas cosas como para dormir en el local. Agregué nuevos platos al menú, me acosté con tres de las cuatro mozas, y creí enamorarme de la cuarta. Cuando no venía gente al restaurante, alguna de ellas daba el primer paso hacia la cama que yo había instalado detrás de la cocina y cogíamos sin demasiada gracia pero con ímpetu. Algunas noches, incluso, fuimos más de dos en la cama. Una de las mozas renunció y la reemplacé con un hombre, en un gesto de torpeza elemental pero con el objetivo de tranquilizar la pija.

Un año después comencé a leer, y otro año más tarde, a escribir. Con el tiempo, el personal del restaurante se renovó por completo y ninguna persona de las que tenían un trato diario conmigo sabía nada de Julia. Martín se fue a vivir a Alemania, conoció a una cocinera de nombre Sophie y se casó. Me escribía emails y me contaba que era un hombre feliz. A los pocos meses quisieron tener hijos, pero descubrieron que Martín era estéril. A Martín se le ocurrió entonces un plan descabellado: tenía un vecino físicamente muy parecido a él, que tenía tres hijos hermosos. Le pagaría a su vecino para que embarace a su mujer. Yo no respondía sus emails. O le respondía sin responder: Ok, suerte. Besos. Saludos a la alemana. Cosas así. El vecino aceptó el dinero, convenció a su propia mujer y comenzó a acostarse con Sophie. Martín me escribió contándome que estaba sorprendido de poder aceptar y promover semejante situación. Él decía que se había europeizado. El vecino y Sophie se acostaron 49 veces, sin suerte. Martín entonces le exigió que se hiciera un test de fertilidad o que le devolviera su dinero. Al vecino también se le estaban complicando las cosas en su casa, así que decidió hacerse el test, demostrar su capacidad de reproducción, echarle la culpa a Sophie, quedarse con el dinero y terminar con todo el trámite. Pero el test le dio negativo. El vecino le devolvió el dinero a Martín, echó a su esposa y a los hijos de quién sabe quién de la casa, conectó una manguera al caño de escape de su Volvo, metió el otro extremo de la manguera en la cabina y se sentó frente al volante, con el auto en marcha. Todo el asunto me pareció un gran tema de novela, así que lo escribí y publiqué el libro en una editorial pequeña. Pagué la edición, claro, y la distribución en todo el país. Me aseguré de que el libro llegara al sur.

Volví a saber de Julia cuando me escribió un email. Había leído mi novela y estaba indignada porque yo le había puesto de nombre Julia a la esposa del vecino. En ese mismo email me enteré de que vivía en Puerto Madryn y que buscaba nuevas maneras de vivir el amor, o algo así. Me pareció despreciable, me indigné, y  le quité crédito a todas sus palabras, que además me parecían mal escritas. Julia decía algo sobre las maneras acostumbradas, sobre las maneras comunes, sobre lo conocido. Se había alegrado al ver mi novela en una librería, pero se había decepcionado al leerla. Me recomendaba pensar, mirarme hacia adentro, tal vez hacer terapia. Me pasaba el teléfono de un terapeuta que ella había conocido en Puerto Madryn y que ahora vivía en Córdoba. Él podría aconsejarme a alguien. “Obviamente no espero que vayas con Manuel”, me decía Julia en su email.  No quería que yo lo tome a mal, pero Manuel podría ayudarme, indicarme la persona adecuada para hacer una buena terapia. Ella y Manuel habían vivido juntos dos años. ¿Le había enseñado él que sí, que era posible vivir de otra manera? Se habían separado en 2005.

Manuel me escuchaba con un gesto de incredulidad y asombro y odio. Sos un hijo de puta, dijo. Se tomó la cabeza, ocultó su rostro.

-¿Julia está muerta?

-Muerta muerta. A diez metros bajo tierra en un cementerio parque de Puerto Madryn. Me avisó su hermana, por teléfono, hoy a la mañana. Cáncer.

Nos quedamos en silencio. Durante tres años habíamos hablado tanto. Pero nunca de Julia. Y ahora Julia era una muerta, un fantasma, un cuerpo pudriéndose en la tierra. No sabíamos nada más, si había muerto sola, si había vuelto a ser feliz, si había encontrado algo en Puerto Madryn. Nada. Le pregunté a Manuel por qué la había dejado, pero me respondió que Julia había tomado la decisión.

“Se había cansado de bailar conmigo”, me dijo.

Nubes (cuatro)

In Nube, Relatos on noviembre 25, 2008 at 4:03 pm

Germán confeccionó la ficha de afiliación al club enfocado en averiguar todo lo posible acerca de Melina. Todas las preguntas estaban escritas para una interlocutora femenina, lo que dejó a Horacio sin la posibilidad de responder.

-¿Soltera, casada, separada? ¿Qué clases de opciones son estas? Tengo que tachar las tres.

En una de las preguntas, la que le pareció particularmente encantadora, Germán incluyó el nombre de Melina. Las 1000 fichas que mandó a imprimir llegaron en un paquete 48 horas después de la primera reunión y tenían entre sus preguntas el nombre de Melina. Pero Germán no se dio cuenta hasta que Horacio llegó al punto 27 de la encuesta y lo leyó en voz alta, con un tono entre interrogativo y burlón:

-“Si no fueras Melina y fueras una nube, ¿qué forma te gustaría tener?”. ¿Qué clase de pregunta estúpida es esta?

El dueño de casa contuvo su arrebato de ira y vergüenza lo suficiente como para no aplicarle a su invitado un golpe de puño pero le retiró la ficha, velozmente, llevó el talonario a la cocina y agradeció a dios, en silencio, que Melina se hubiera retrasado.

Melina Frossard viajaba en bicicleta hacia la reunión. Pedaleaba como si pudiera recuperar los minutos de más que había dedicado a disfrutar de los masajes de Fernanda, incapaz de ponerle fin a una actividad que solía causarle tantos retrasos como pequeños orgasmos. Pedaleaba también con una especie de conciencia de endurecimiento de los músculos de la cola que compensaba su frustración económica. Le gustaría tener un auto, un pequeño auto importado y viejo, de esos que ya nadie roba porque no se consiguen los repuestos.

Cuando llegó, Germán le abrió la puerta con un gesto que mezclaba el alivio y la excitación, una mirada intensa que la incomodaba levemente.

-¿Puedo pasar con Ceci? –dijo, señalando la bicicleta.

Horacio contuvo la risa y también se guardó para sí los comentarios sobre el papelón de las fichas de afiliación, aunque estuvo toda la tarde sonrojado. Hablaron de algunos tipos de nubes que habían visto en los últimos días, y Germán propuso debatir la inclusión o no de un ex combatiente de Malvinas que había enviado una carta al club. Los tres estuvieron de acuerdo Lee el resto de esta entrada »

Nubes (tres)

In Nube, Relatos on noviembre 19, 2008 at 12:01 pm

Córdoba, 2 octubre de 2006. Al Club de Espectadores de Nubes

Estimados socios del club de espectadores de nubes, con agrado les escribo para solicitar mi afiliación a vuestra asociación, salvo que uno de los requisitos de la misma sea la presencia física en alguna de las reuniones que el club debe ya de estar organizando. Hace 23 años que estoy postrado en una cama, como consecuencia de una herida de guerra. Le estoy dictando esta carta a la secretaria de mi hermano, que es la única persona que me visita a diario. Ella me trae el periódico, y gracias a ella descubrí el llamado de vuestra institución. Me gustaría describirles a Ana Clara, pero se sonrojaría y no escribiría una sola de mis palabras. No suelo ver muchas nubes, me sacan al patio sólo los domingos, si no llueve, y la ventana de mi habitación permanece cerrada día y noche, para evitar el ingreso de insectos. Pero las pocas nubes que recuerdo han sido merecedoras de mi admiración: prefiero las que forman en el cielo la bandera nacional, porque me recuerdan mis épocas de soldado. Claro, podría tratarse de un recuerdo triste, ya que en aquellas épocas perdí la capacidad de moverme, pero son también recuerdos gloriosos, ya que me acuerdo del entusiasmo con el que decidí defender a la patria. Un entusiasmo no del todo compartido por los otros soldados, es cierto. Mi herida de guerra no es estrictamente una herida de guerra, debo confesarlo. Aunque no se hubiera producido si no me hubiesen llamado a alistarme. Cuando fui emplazado, una emoción fervorosa me ayudó a preparar el equipaje y salí corriendo de la casa paterna para tomar el colectivo hacia Malagueño. No miré hacia los costados de la calle, y frente a mis ilusionados y temerosos padres fui atropellado por un camión Scania. Antes del primer combate, antes incluso de que se declarase oficialmente el estado de guerra, yo me convertí el primer caído por amor a la patria. 

Ahora no puedo moverme. O mejor dicho: moverme supone un esfuerzo global de toda la familia, que ya mucho hace por mí al mantenerme sin que me falte abrigo ni comida, y al enviarme todos los días a Ana Clara. 

¿Por qué les cuento todo esto? Pues porque quiero ser socio del club de espectadores de nubes. Aunque no pueda participar activamente de las reuniones. Lo único que pido es que me acepten y me tengan al tanto de la actualidad del club, y que consideren la posibilidad de realizar alguna de las reuniones en mi habitación (haré lo posible porque ese día esté abierta la ventana). Los felicito por la iniciativa y quedo a la espera de vuestra respuesta. 

Soldado (r) Juan Gallardo.

Nubes (dos)

In Nube, Relatos on noviembre 17, 2008 at 11:29 am

Horacio Cortés Vil decía ser descendiente indirecto de un expedicionario francés que en 1926 llevó a cabo una hazaña extraordinaria: viajó de Río de Janeiro a Lima en automóvil, atravesó un continente sin caminos, con el solo objetivo de establecer un mapa de rutas y de ser el primero en unir tres capitales y dos océanos, haciendo escala en La Paz. El convencimiento de Horacio era mucho más fuerte que las posibilidades de su genealogía, y con esa fuerza semejante a una terquedad apasionada, se había dedicado al estudio cultural del automóvil, a los vínculos para él indisolubles entre el desarrollo de la civilización en el siglo 20 y la invención y evolución del auto. Se consideraba un experto y su erudición podía resultar tan apabullante como probablemente falsa, y una parte de sus estudios diarios suponían un repaso de los avisos clasificados en busca de autos en venta, modelos raros, posibles portadores de anécdotas capaces de enriquecer la historia universal que, desde su casa de barrio Iponá, estaba escribiendo. Había comenzado por revisar sólo los clasificados de autos en venta, pero después, ante el temor de que un error del diagramador del diario dispusiera un aviso importante en cualquier otra sección de los clasificados, hizo rutina el repaso global de la sección, en un ejercicio que le llevaba 45 minutos y que muy de vez en cuando le deparaba un dato de interés. 

El 12 de septiembre encontró un aviso que lo inquietó. No tenía teléfono ni dirección de Internet, ningún dato. No hablaba de autos. Pero era un aviso extraño, que le resultó seductor e intrigante. Tomó la coincidencia de la fecha del aviso con el inicio de la travesía de su supuesto antepasado como una señal del azar o como un mensaje de algún dios en el que él no había tenido básicamente tiempo para aprender a creer, y trató de seguir el rastro del club de espectadores de nubes. Por una semana vio que el aviso se repetía sin agregar datos, pero el 19 de septiembre, ochenta años después de que Roger Coirteville y su esposa se fotografiaran junto a unos aborígenes del mato grosso, y sin que ese hecho tuviera absolutamente nada que ver con ninguna nube, leyó la dirección de la casa de Germán. ¿Qué sería exactamente un club de espectadores de nubes y por qué tendría este método tan particular de sumar socios? La extraña inquietud que ese aviso había sembrado en Horacio le impedía incluso terminar de revisar la sección de clasificados, y con un agitación que él comparaba a la primera vez que vio un Renault de seis ruedas como el que usara su antepasado en Brasil, buscó la dirección y tocó timbre. Muy pocas veces tocaba el timbre de alguna casa, porque muy pocas veces salía de la suya, y esa mínima experiencia de pulsar ya era una novedad. Incluso pensó en  darse por satisfecho y pegar la vuelta antes de que alguien abriese la puerta, pero Germán no le dio tiempo, a pesar de que se había demorado por acción de cierta desilusión. Íntimamente, Germán hubiera pagado para que nadie más se sumara al Club después de la bendita suscripción de Melina. Igualmente abrió la puerta y vio a un hombrecito pequeño, que tenía la extraña cualidad de aparentar varias edades, todas ellas entre los 24 y los 40 años. 

-Pase, pase. Es nuestra primera reunión. Ella es Melina. 

Horacio se presentó, y en secretó lamentó que no hubiera mujeres hermosas en el grupo. Melina estaba bien, pero nada fuera de lo común. Tampoco había amantes de los autos, ya que el suyo era el único estacionado afuera, y en la casa no había ni una sola imagen que sugiriese una pasión automotriz. ¿Cómo podía alguien moderno no amar a los autos? Para Horacio, no habría modernidad de no ser por los autos, y reclamaba ese reconocimiento con una insistencia que lo había convertido en un ser antisocial. 

-¿Por qué nos reunimos en un living? ¿No deberíamos juntarnos en el patio, para ver las nubes?

Germán lo odió, por un instante toda su energía se concentró en un único punto del cráneo de Horacio y se imaginó que ese esfuerzo podría generar un rayo destructivo que decapitara a ese intruso. Pero se contuvo, y salieron al patio. Los tres. 

El cielo estaba apenas cubierto por un velo fibroso, extenso y ondulado. Una nube sutil apenas perceptible. 

-Cirrostratos –dijo Germán-. Si tenemos suerte, por la noche esta nube hará que la luna tenga una aureola blanca. 

Y se sorprendió de no decir la siguiente frase que se le ocurrió, que vinculaba la potencial belleza del cielo a la acción divina. 

Melina sonrió. 

-Estás loco.

Nubes (uno)

In Nube, Relatos on noviembre 14, 2008 at 1:01 pm

 

 

 

Después de la tercera nube que le parecía tener la forma exacta del rostro de Celeste Cid decidió formar un grupo, una asociación, una sociedad civil de admiradores de nubes. No le parecía una mala idea, y en ciertas ocasiones juntaba los argumentos necesarios para considerarla genial, acaso la idea más valiosa que había tenidos en su vida. Pero no sabía cómo comunicarla. 

Germán estaba convencido de que las nubes recibían un trato injusto en la vida intelectual del planeta, que no eran materia de estudio, ni de las ciencias humanas, a las que a él le gustaría suscribir si no le resultaran tan distantes de la verdad divina, ni de las exactas –que a sus ojos rechazaban aún más lo indiscutible-. Como a su fe, nadie parecía tomar demasiado en serio el asunto de las nubes, ni estudiar con detenimiento por qué tipo de casualidad o acción divina él había visto en un mismo día tres nubes con la forma exacta, como un simulcop etéreo, de la cara de Celeste Cid. 

Puso un aviso en el diario, fue lo primero que se le ocurrió tras pensar varias semanas en cómo se funda un club. “¿Te gusta mirar las nubes? Unite al Club de Espectadores de Nubes de Córdoba”. La primera semana no obtuvo respuestas, porque se había olvidado de incluir en el aviso cualquier otra referencia. Ni una dirección de e-mail ni un teléfono. Al principio maldijo su torpeza, pero después concentró su bronca en la empleada de la receptoría del diario, que no sólo había trazado levemente una sonrisa displicente al leer su aviso, sino que además –evidentemente de manera voluntaria- no le había advertido semejante falta. 

Cambió de receptoría y pagó por un aviso más completo, con la dirección de su casa. También invirtió en una placa que puso junto a la puerta, un trozo de metal reluciente que decía en letras de palo seco “Club de Espectadores de Nubes de Córdoba”. Llamó al periódico católico y les propuso que le hicieran una entrevista, a pesar de que por ahora el club contaba con un solo integrante. Del otro lado del teléfono anotaron con interés todos los datos, pero no le dieron precisiones sobre la fecha de la posible entrevista. 

La falta de respuesta no lo desalentaba: por primera vez en su vida estaba comprometido con un proyecto más allá de la marmolería, y la idea de un grupo de gente desconocida que lo sacara de su rutina de inscripción de lápidas era el equivalente emocional a una celebración de año nuevo. Cambió los muebles del living de la casa, compró sillones más amplios y de tapizados que a cualquier persona que no admirase el diseño caótico de las nubes podrían resultarle repulsivos. Le pareció un gesto amable colgar, en la pared opuesta a la enorme reproducción brillante de La última cena, un retrato de celeste Cid que le hizo dibujar a uno de esos artistas callejeros que dibujan con los pies. De alguna manera todos esos preparativos cambiaron el foco de sus preocupaciones, y por un tiempo que le resultó novedoso y desafiante, dejó de sentirse un hombre solo, o mejor dicho, dejó de sentir que su única compañía era dios. 

El día que sonó el timbre Germán estaba vestido para recibir visitas, al igual que todos los días desde que había publicado el primer aviso. Cuando abrió la puerta tuvo la impresión de contemplar un milagro o una estatua divina, una duplicado diligente de sus sueños prohibidos, la mujer más bella que él hubiera visto fuera del mundo de las nubes. 

-Odio los cielos azules- dijo Melina – Me resultan aburridos y monótonos.

Amarillo XV (FINAL)

In Amarillo, Relatos on noviembre 8, 2008 at 8:33 pm

La dueña del bar tenía un sentido cruel de la autoridad, pero Mora podía soportarlo, se sentía bañada en un aceite que hacía que todo resbalara por su cuerpo. Se sentía impermeable, y dejaba que Pilar le levantase la voz mucho más allá de lo que siempre había permitido a cualquier persona. No le importaba. No la escuchaba. Cumplía algunas órdenes con una eficiencia aceptable. Acaso era eso lo que necesitaba, un tiempo como de muerte cerebral en Madrid, bajo las órdenes de una mujer insoportable, formar parte de la ciudad del mismo modo que esos hombres que nunca miran a los ojos y que se parecen a estatuas inquietas, o palomas, y sin tener que pensar en nada. Pero a Mora le costaba cada vez más trabajo no pensar en nada, y en los instantes de silencio su cabeza se llenaba de voces, una música descentrada y aterradora, ruidos parecidos a un concierto de músicos epilépticos. Se entregó entonces a un ejercicio que al principio le pareció absurdo, pero que se reveló interesante e inquietante. Escribía casi todo lo que creía oír. Palabras sueltas, frases sacadas de contexto, recuerdos de oraciones incompletas. Frases que había subrayado en un libro de cuentos que había leído por recomendación de Omar. El nombre de Omar. Las mismas letras de su nombre, su nombre de ciudad europea. ¿Debía ir a Roma, entonces, cerrar un círculo ridículo con un viaje aun más ridículo? Pero no. El pensamiento de un destino al que someterse le parecía tan tranquilizador como revulsivo, una especie de respuesta fácil o previsible, lo contrario de una elección ante la arbitrariedad de sus días. 

Anotó en una libretita moleskine los eventos posibles: ¿respondería a lo que la reclama? ¿Seguiría la mecánica conocida de volver a Córdoba ante cada muerte? Marta ya sería sólo cenizas, era cierto, pero igual era una muerte que la reclamaba, que le exigía en alguna parte de su cabeza tomar un avión y volver a Córdoba. Caminar por Villa Allende, ver nuevamente la casa de Marta. 

Pero Córdoba era Omar y Omar era un mundo conocido. Niels también lo era. A veces le gustaría poder vivir con los dos, de viaje, como amantes nómades o reyes magos que de vez en cuando se detienen a coger. Niels y Omar eran posibilidades fuertes: si era cierto lo que cada uno le había escrito, ambos eran un destino, un lugar al que podría ir si se cansara de sus posibilidades tan tenues, de sus días caprichosos. Pero esa idea no encajaba. No se había ido a Madrid por no poder elegir entre Niels u Omar. Ni siquiera se había mudado a Madrid por alguna clase de impotencia ante la imposibilidad de convertir a Niels y a Omar en una misma persona a quien amar con la preocupación escrupulosa y maternal y casi ausente de carnalidad que sentía hacia uno, y la ferocidad y el afán con los que había construido su amor por el otro. 

Había elegido otra cosa, y esa otra cosa era desconocida, nueva, peligrosa. Esa otra cosa era una ciudad horrible y un destino incierto. Se sintió renovada por esa conclusión pero los gritos de Pilar la devolvieron a la realidad con la violencia de un parto en un taxi. En los insultos desmedidos de Pilar se mezcló la sugerencia de volver a la Argentina y Mora contuvo el impulso de gritar una respuesta. Pensó que no lo necesitaba, pero mientras lavaba la vajilla se vio de nuevo envuelta en la absurda matemática de sus especulaciones. Para escapar, se puso a contar cada segundo. Pensar en números era su muerte cerebral. Un número tras otro. Una actividad inútil pero infinita. Llegó a 246 y sonrió. Recordó el regalo de Omar. 

 

Los hombres son tan recargados y dramáticos. ¿Qué haría, realmente, Omar, por pasar conmigo la hora 247? ¿Viajaría a Madrid, por ejemplo? ¿Y si no fuera yo la que tiene que volver? Si Omar pudiera viajar a Madrid viviríamos juntos un tiempo, yo le mostraría las partes de la ciudad que llegué a conocer en un año, lo llevaría a ver películas viejas o a bailar con los gays en la Goa. Con el tiempo nos preguntaríamos si deberíamos casarnos, para facilitar su estadía en Europa. Probablemente lo haríamos, los papeles ya no dicen nada. Pero más adelante habría que tomar de nuevo otra decisión. La de ponernos o no en una situación de ser adultos. No quiero tener hijos, pero Omar es un sembrador. Volveríamos a enamorarnos de otras personas, tal vez incluso nos permitiríamos engañarnos, silenciosa, discretamente, como quien le da permiso a una viuda para que llegue al ataúd de su marido. Tendríamos una vida de costumbres, de rutinas. Nos conoceríamos los olores cotidianos y sabríamos esperar con cierta alegría el cumplimiento de las más triviales previsiones. Sería una vida feliz. Pero ¿y si no es felicidad lo que buscamos? ¿Por qué habría de cerrar la puerta de esa posibilidad tan tenue pero tan distinta? 

 

Mora terminó de lavar la vajilla y salió del bar. Renunció sin escándalo. Caminó por las calles como quien atraviesa un campo en el que ha habido una batalla, y entre el ruido interminable de los autos escuchó una tormenta. Sintió los vientos encontrados, opuestos, chocar y convertirse en un aire nuevo, en una corriente de dirección inesperada.

 

FIN

Amarillo XIV

In Amarillo, Relatos on noviembre 6, 2008 at 12:44 pm

La empleada de la inmobiliaria tenía la camisa accidentalmente desprendida en el escote y Omar fingió no conocer la casa. Pensó que el recorrido por las habitaciones y la escalera le daría nuevas perspectivas. Una estupidez inevitable. Ya sabía que la iba a alquilar, e incluso llevaba el dinero para la firma del contrato. 

Se refugió en la posibilidad de que un pecho de la empleada asomara entre los botones para no sentir ninguna otra emoción, como si la casa a la que estaba por mudarse no tuviera significados, como si no sólo se hubiera rendido a la idea de que la casualidad y las coincidencias le habían jugado una carta inesperada. De hecho, Omar tenía la sensación de que se había puesto del lado del azar, de que había tomado partido por la casualidad porque la única manera de combatirla era buscarla. Transformar su poder de sorpresa en el resultado de una estrategia. Convertir el azar en programa, el accidente en obra. 

Con las llaves en la mano sintió, sí, una emoción artística. Aprovechó los efectos de esa emoción en su voz para simular una alegría conyugal cuando llamó a Lola para decirle que ya tenían casa, que vivirían en Villa Allende, que el patio era grande, con lugar para tener perros y con algunas plantas de exquisito aroma. No había que hacer arreglos, la casa estaba impecable. Acaso habría que pulir el parquet, pero nada más que eso. El piso de madera estaba algo rayado, o más bien marcado por huellas, líneas que se cruzaban. Debían de ser huellas de goma, porque en la casa había vivido una mujer en silla de ruedas. 

 

Se mudaron rápido, porque ninguno de los dos tenía muchas pertenencias ni muebles. En la oficina nadie se sorprendió mucho, como si lo hubieran esperado, o como si de alguna manera brutal pero no explícita Lola y Omar hubieran dejado muy en claro que se había terminado la histeria. No se mostraban felices, pero Omar había recuperado lentamente, en poco más de un año, su color de piel y Lola parecía una mujer más audaz o más segura, como si hubiera vuelto de un viaje, o como si fuera de repente una mujer extranjera. 

 

La casa de Villa Allende era grande, tal vez demasiado grande para los dos. Lola adquirió de inmediato la costumbre de dejar la luz del baño prendida, porque algunas noches el entorno se le volvía terrorífico. Sin embargo no se preguntaba por qué había elegido, Omar, una casa tan amplia y distante de la oficina. En la lista de sus aprendizajes había anotado cierto desinterés por cuestiones banales, y la casa era un símbolo banal. Enfocó sus intereses en el sexo con Omar y en escribir una novela. En la novela, un personaje de nombre Gastón sobrevivía a un accidente de moto. De vez en cuando Lola intentaba hablar con su hermano, trataba de sacarle datos o recuerdos, anécdotas, texturas. Pero era un esfuerzo inútil: su hermano no podía recordar nada, cualquier memoria le resultaba tan imposible como controlar el temblor de sus manos. Una bestia sin pasado, el hermano estaba tan muerto como Gastón, con la excepción de algunos momentos en los que hacía alguna pregunta. Entonces parecía ser los vestigios de un hombre, por lo menos los vestigios. 

¿Te vas a casar? 

No. Solamente vivimos juntos. 

El hermano repetía entonces la pregunta. Y la volvía a repetir, como si no aceptara otra respuesta que la que quizá habría imaginado. 

 

Omar no la acompañaba. El viaje al neuropsiquiátrico lo asustaba y le recordaba la apagada depravación de su plan. Además, cuando Lola salía de la casa él podía esperar más tranquilo. Se sentaba en el sillón a leer y esperaba. Y su presentimiento se transformaba cada día en una convicción. 

 

(Mañana, capítulo final)

Amarillo XIII

In Amarillo, Relatos on noviembre 4, 2008 at 11:24 pm

Dos meses después de la muerte de su hijo, la madre de Mora comenzó a tomar clases de piano. A los tres meses pidió el divorcio. A los seis meses se mudó a Perú. El señor Catena no opuso resistencia y no expresó ni acuerdo ni desacuerdo. Durante dos años no hizo nada, o hizo apenas lo imprescindible para cobrar su sueldo. Un breve período de recesión en la empresa le permitió jubilarse antes de tiempo y comenzó a tomar clases de inglés. 

Hasta el accidente, ambos habían llevado una vida de costumbres, una vida que tenía la apariencia de ser común, corriente y normal, pero que ninguno de los dos, profundamente, sentía como una vida verdadera. Tampoco el accidente llevó verdad o sensaciones genuinas al matrimonio, claro, pero unos años después cada uno parecía, por su lado, vivir por lo menos una vida más intensa. Trágicamente intensa, al principio. Pacíficamente intensa después. 

El señor Catena se preocupaba de que a Mora por lo menos no le faltara nada, y entendía esa tarea como la misión de que a Mora no le faltase dinero. A la señora Catena le preocupaba principalmente que Mora viajara a Perú y conociera las ruinas del Machu Pichu. Más o menos un año después de la muerte de Gastón dejó de preguntar por la imposible fecha de algún casamiento. En Perú conoció a un médico coleccionista de arte y se mudó con él. El señor Catena, mientras tanto, sólo tenía aventuras con mujeres menores a él, y algunas incluso menores a Mora. En el reparto de bienes, la casa de campo había quedado para la mujer, pero tras el viaje a Perú los dos estuvieron de acuerdo en que sería mejor que el señor Catena conservara las llaves y, de vez en cuando, le diese alguna utilidad. 

El señor Catena pensó entonces en dejarle la casa a Mora, pero como su hija pasaba más tiempo fuera del país que dentro, la puso en alquiler el primer verano, y el segundo verano la usó él mismo. 

Fueron unas vacaciones al mismo tiempo relajantes y angustiantes. Le dolió pasar en el auto por el lugar del accidente, pero encontró una distracción confortable en la refacción de la vivienda. Él mismo construyó un techo de paja para la galería con vista a la casa amarilla de la lomada. 

En la casa amarilla pasaba sus vacaciones una mujer atractiva, bronceada, de cuerpo fibroso y brillante. Cuando se dieron cuenta de que ambos estaban solos, no demoraron en invitarse mutuamente a tomar mate, casi al unísono. 

Al señor Catena le llamó la atención la propensión de la joven a mezclar palabras inglesas en su discurso habitual, y quedaba desconcertado ante el vocabulario musical de Angie, pero se sentía íntimamente orgulloso cuando reconocía casi todas las palabras referidas al mobiliario doméstico. 

El almacén del pueblo tenía pocos vinos, malos, mal conservados, pero al menos en botella de vidrio. El señor Catena compró dos botellas de Valderrobles y un paquete de fideos, invitó a Angie a cenar, y conjeturó durante toda la tarde si la piel de Angie sabría a caramelo, tal como su color podía hacer presumir, o a flores, o a frutas. 

Durante la cena hicieron un repaso fugaz por cada biografía, y Angie le dijo que conocía al otro chico, al sobreviviente. Que una compañera de trabajo era su hermana. Angie dijo cuatro o cinco veces la frase qué chico es el mundo, y el señor Catena se sintió mareado e impreciso como un dardo lanzado por un pasajero del gusano loco. Se preguntó entonces, en voz baja, y sin que Angie supiera si debía responder o guardar silencio, si tenía sentido fingir cinismo o dureza frente a lo que el destino nos depara, si era siquiera lícito imaginar que al final uno se adapta a todo, incluso a las irónicas, grotescas burlas de la fortuna.

Amarillo XII

In Amarillo, Relatos on noviembre 4, 2008 at 1:13 am

Rara pero no inaceptable, como un arquero con bufanda, la entrada de Mora al bar provocó en Ernesto una incomodidad tumultuosa. Le pareció ver en ella el equivalente de un vino impactante, afrutado, púrpura, de cepa imposible o sorprendente.  

Lo primero que le llamó la atención fue la sutil intrepidez de la mujer, evidentemente argentina, trasnochada y entendida en el arte de pedir un whisky. Un whisky verdadero. Un etiqueta verde, como si la madrugada madrileña le estuviera enviando señales de humo en español, letras gigantes de neón.
Ernesto se acercó con una excusa ridícula: no podía dejar que una mujer pagara por saber beber. A Mora no le importó la torpeza del gesto, y pensó que en todo caso sería bueno, buenísimo, dormir lejos de las fotos de su hermano y de su perro. A nadie le gusta atravesar un océano para reencontrarse con dos tragedias. Y Ernesto no estaba mal. Una espalda ancha, evidentemente argentino, pero no cordobés. Suficiente para esa noche. Íntimamente sintió una punción de mínima culpa por el hecho ciertamente irónico de que el whisky favorito de Omar le hubiera facilitado tanto las cosas. Pero tapó el síntoma con aquello que lo provocaba, y se dejó llevar. Se abandonó.
Ernesto le contó una historia común, exiliado de los ’90, primero mozo y después guarda vidas. Y ahora, comerciante. Un breve curso de enología y una fuerte pasión por los vinos lo habían convertido en un sommelier de cierto renombre.
Cuando llegaron al departamento Ernesto sacó de su bodega un Alma Negra 2003 y le explicó que 2007 era el año para beberlo. Y que además tenía la impresión de que ese vino sabía exactamente igual que los desconcertantes labios de Mora.
Primero el whisky, después el vino, y por último las melosas palabras de Ernesto: el resultado de esa ecuación sobre la piel de Mora era tan previsible para ella que incluso la aburría un poco. Pero se dejó llevar, como si estuviera exenta de voluntad o como si le diera lo mismo.
Ernesto era un caramelo durante una baja de presión, un amuleto dulce que la confortaba con la impresión de una insensata continuidad. El cuerpo perfecto de Ernesto adentro del suyo le producía una alegría diminuta, y piel y huesos eran ahora un organismo al menos invadido. Nadie invade un desierto. Nadie invade un territorio yermo. Por oposición, Mora conseguía sentir la fertilidad de una emoción acaso violenta: Argentina no había vuelto a vaciarla.
Ernesto no podía dejar de compararla con sus vinos preferidos y por alguna razón todo en Mora le recordaba a una bodega mendocina en particular, y la cosecha 2003. La piel tan púrpura de labios y pezones, la sensación jugosa de besarla, algo de fruta muy bien integrada a las notas de cuidado de un Malbec Patriota que había bebido poco tiempo atrás, en una cata de importados. Y el disfrute, el vasto disfrute que podía otorgar el cuerpo de Mora a un conocedor de vinos y cuerpos.
Mora tuvo un orgasmo ridículo, cómico. Ernesto no era un mal amante después de todo. Se durmió sin decir nada. Durante el desayuno, él le preguntó quién era Omar. Mora había dicho su nombre unas 200 veces mientras dormía.
Entonces Mora hizo algo extraño pero no inaceptable, mezcló los nombres, le dijo que Omar era su hermano. Que había muerto en 2003, en un accidente de moto. Que ella estaba en Brasil cuando sucedió, que había hablado con él dos horas antes del accidente y se habían dicho palabras habituales. Que su hermano manejaba, y que otro chico iba en el asiento de atrás. El otro había sobrevivido porque llevaba casco, pero había quedado idiota. Que la noche anterior había visto, en Madrid, a un océano de distancia de esa tragedia, una foto de su hermano y del idiota, en un portarretrato que colgaba de la pared del departamento de la abuela de una amiga. La amiga era prima del idiota, pero ella no sabía nada. Y ahora no quería volver a ese departamento ni siquiera a buscar sus cosas.

Amarillo XI

In Amarillo, Relatos on noviembre 3, 2008 at 10:57 am

 

 

Me había propuesto explicarle a Lola que el diagnóstico del dermatólogo no era suficiente y que mi piel se había puesto amarilla por Roma. Como quien elabora 12 o 20 jugadas de ajedrez posteriores a la inmediata, memoricé respuestas posibles y maneras imposibles de retomar una atracción que yo mismo había hecho disminuir, si no desaparecer. Desde los primeros síntomas de óxido, había puesto a Lola en la sombra de un eclipse, en una zona ignorada pero no misteriosa. A pesar de que secretamente anhelaba que su matrimonio terminara, mi melancólica enfermedad de la piel me había impedido incluso darme cuenta de que Lola había vuelto a ser una mujer soltera.

Me enteré por los rumores de la oficina, primero, y por ella misma, después. Cuando comenzó a contarme los pormenores de su separación sentí un dolor insólito, una emoción incómoda y similar a la de perder un colectivo por estar mirando el cielo, pero más dramática. 

La invité a tomar un whisky, y caminamos hacia un bar. Antes, había imaginado ese momento como un acto secreto, prohibido, pero caminábamos sin necesidad de ocultar nada, y eso le daba al andar de Lola una sorprendente sensualidad. En algunas veredas, la cantidad de caminantes nos obligaba a replegarnos y pude sentir la piel de su antebrazo como una pequeña descarga eléctrica. Aunque no dejaba de pensar en Roma, en los llamados inútiles y las extensas cartas sin respuesta, el cuerpo y la alegría de Lola estaban desplazando lentamente la prioridad de esos pensamientos. 

Nos sentamos frente a frente, y nos dedicamos una mirada cómplice, como si ambos estuviéramos diciéndonos que nos debíamos ese encuentro, o que finalmente allí estábamos. No esperé al mozo y me mostré asombrado por su separación. Le pedí con gestos exagerados que me contara todo. 

Lola sí esperó al mozo, y me miró para que yo decida. Johnnie Walker, etiqueta verde. No me importa nada, pensé. Lola levantó las cejas, y me dijo que siempre había querido probar ese whisky. Que estaba sorprendida. Cuando el mozo trajo los vasos, el color de la bebida parecía replicar exactamente el color de mi piel. 

Lola me contó que había conocido a un inglés. 

Por cinco minutos no escuché cómo seguía su relato, y me perdí en el cálculo de probabilidades, en la especie de maldición británica en la que se había convertido mi biografía afectiva. ¿Otro inglés?

Le dije a Lola que Roma me había dejado por un inglés. Y perdí el control de los mecanismos de corrección de mi comportamiento y exageré una confesión amorosa, acaso para intensificar el efecto conmovedor de esa coincidencia de gentilicios. Dos ingleses para dos mujeres de las que estoy enamorado. 

Lola sonrió con suficiencia, no se dejó vulnerar por una expresión tan similar a la desesperación de un náufrago que ve un bote que se aleja. Pero sí se interesó por la historia de Roma. Me dijo que su inglés había venido a la Argentina a buscar a una mujer. A una tal Polly. 

A pesar de la exquisita suavidad del Johnnie Walker más rico que se pueda tomar en Córdoba, mi boca fue inundada por un sabor amargo y monstruoso, y toda la belleza de Lola me pareció por un instante una bestialidad infame. ¿Cómo podía ser? ¿Qué clase de hilos trágicos, crueles, unían mi vida a la de ese inglés hijo de puta?

El tono amarillo de mi piel empalideció y Lola detuvo su elogio del whisky, asustada, preocupada. Me preguntó qué me pasaba casi 16 veces. Respondí con una frase que me persiguió por semanas, meses, una eternidad. 

Nos dejó a los dos. 

¿Y dónde estaba, entonces, Roma? 

O mejor aún. ¿Dónde estaba, entonces, yo? 

Lola se cambió de silla y se sentó a mi lado. Me abrazó. Yo estaba llorando, y el llanto me parecía inevitable. Lola me besó la frente, los ojos, la mejilla y la boca. 

Nos dejó a los dos, insistí. 

Lola me secó las lágrimas. Volvió a besarme y después envolvió mi cabeza con sus brazos y la apoyó en su pecho. Yo podía sentir su mentón apoyado en mi nuca. Me dijo que ya estaba, que la vida era complicada. Me contó que se había enamorado de un muerto. Que ya no estaba más con Martín, ni con Niels, porque no dejaba de pensar en un chico que había conocido 15 años atrás. Un chico que se había muerto hacía cinco.